La leyenda del Barva

La leyenda del Barva (I)

La leyenda del Barva

En aquellos tiempos en que los conquistadores españoles ocupaban nuestros territorios, dos de ellos, perdidos en los rincones de esas montañas, subieron hasta la cumbre del Barva. Mientras caminaban casi exhaustos de hambre y de cansancio, encontraron un inmenso tesoro, que los indios, en su fuga, habían dejado oculto.

Sus espíritus revivieron de gozo, pero uno de ellos sólo pudo disfrutarlo por pocas horas; la enfermedad y la fatiga lo rindieron y murió, después de haber encargado a su compañero que, con su oro, levantara allí una ermita a la Virgen del Pilar, que es la patrona de los españoles.

Este juró cumplir, pero luego la codicia lo aguijoneó haciéndolo pensar en adueñarse de todo el tesoro.

Enterró a su amigo y, loco de ambición, cargó el tesoro y caminó toda la anoche, y el siguiente día hasta que el sueño lo hizo tenderse a descansar. Al despertar vio con espanto que se hallaba en el mismo sitio donde había salido el día anterior y a la par de la tumba de su amigo. Mientras trataba de convencerse de aquello, vio aparecer sobre unas rocas una hermosa y bellísima muchacha que al mirarlo se cubrió el rostro y comenzó a llorar.

Admirado corrió hacia ella para hablarle y preguntarle el motivo de su llanto.

-Lloro -dijo ella-, por los hombres sin fe y que no saben cumplir la palabra empeñada.

Mas lleno de asombro le preguntó quién era.

-Pilar- dijo la niña y continuó llorando.

Recordando aquél su promesa, de nuevo ofreció hacerle el templo, con todo el tesoro, con tal que lo ayudara a salir del monte, pero ella entonces despreció su ofrecimiento y siguió llorando, tanto, tanto, que con su llanto fue llenando la oquedad del monte y como por encanto fue deshaciéndose. El español, loco, desesperado, comenzó a buscarla alrededor de la laguna, llamándola, pero en vano y en su grito de angustia murió también.

Y es decir de las gentes, que por las noches, el que va a dormir solo al monte, ve levantarse de la laguna la iglesia de la Virgen del Pilar.

Ricardo Fernández Guardia

La Leyenda del Barva (II)
Los Conquistadores

Bueno, ¿pero y el Barba? Ya casi me olvidaba de lo que os voy a decir, perdido en el recuerdo de lo que os voy diciendo.

¿Sabéis que arriba del Barba hay una laguna? Enclavada en la cabeza del gigante, como si el diablo le hubiese dado un puñetazo para contener su orgullo y evitar que se alzara más de sus dos mil ochocientos noventa y ocho metros.

El puñetazo se hundió en la cabeza del monte y le abrió el cráneo. Formose en él una hoya rodeada de altas rocas acantiladas y negras.

Pero el cráter, porque ha debido serlo en otro tiempo, está hoy lleno de agua, lo ocupa una linda laguna.

¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir. Sé que vuestros profesores de geografía os dirán que las vertientes laterales, que convergen al centro de la hoya, descansan sobre un subsuelo de roca, poco permeable, que detiene las aguas de las precipitaciones y las hace brotar en innumerables manantiales que van llenando la taza de esa fuente.

Así explican vuestros profesores de geografía todas estas cosas, como si no hubiera secretos más hondos que los que guardan los libros de geografía.

Os voy a contar la historia de esa laguna, tal como la sé.

Hace muchos años, ya lo sabéis de sobra, que la fe de un marino gallego, de Pontevedra, vio surgir de los mares de Occidente esta tierra americana, por él no sospechada siquiera, y que al decir del poeta, Dios puso en su camino para premiar la fe de sus empeños.

Ya sabéis que los españoles vinieron a América con una obsesión: el oro. Era una panacea.

Arrinconadas en el olvido las retortas y las redomas de Raimundo Lulio, de Paracelso y de Averroes, los viejos alquimistas, se soñaba todavía en los ríos de la fábula que arrastraban arenas y pepitas de oro y se esperaba que las montañas de este Continente fueran de oro; de oro desde la cumbre hasta la falda.

El problema era sorprenderlas.

Se sabía que el indio cambiaba las pencas de oro y las patenas también de oro por cuentas de cristal, y se esperaba volver a la Península con el burro del cuento de Alí Baba.

Pero eso españoles eran gente de otra época, quizás de otra raza más vigorosa que la nuestra, más curtida por los horrores de la guerra, más molida por los martirios de la persecución, más quemada por el sol de los mares, cruzados todos en son de conquista y en anhelo de gloria.

Os invito a leer un libro admirable, «Vieja España»: en él os contará don José María Salaverría toda la heroica grandeza de esa tierra de conquistadores, toreros, místicos, bandidos y poetas.

Pues bien, aquellos hombres no llevaban entonces, como hoy nosotros, mosquiteros, ni provisiones conservadas, ni impermeables de goma, ni aparatos para medir distancias y tomar direcciones. Eran locos que se iban monte adentro con un tasajo de carne en el morral y un valor temerario en el corazón.

No iban rastreando el trillo como hoy hacemos. Se lo abrían a tajos. No iban salvando el barranco y vadeando el río; se despeñaban aquí y cruzaban a nado allá. Como lagartijas fantásticas sobre las rocas, cruzando ríos, saltando abismos, trepando peñas; mordidos por el diente de la fiebre aquí, atajados por la zarpa de la fiera allá, contenidos por el colmillo del reptil en todas partes y acechados siempre por la azagaya del indio moreno y valeroso.

Enfermos, hambrientos, desnudos, iban a veces a lo largo de las costas buscando un caracol para prolongar el martirio, al decir del historiador.

Iban así, grabando en todas partes su huella victoriosa, dejando una bandera y una cruz, en la cumbre de un monte elevado, o en las aguas de una mar, hundidos hasta el pecho, una bandera y una cruz. La patria y la fe.

La leyenda. Dos de estos españoles, perdidos en los rincones de estas montañas, subieron hasta la cumbre del Barba.

En la cima la casualidad les cerró el paso y la fortuna les ofreció una sonrisa magnífica.

Tras un amontonamiento de rocas sueltas y desordenadas eacontraron un tesoro. Los indios en fuga habían recogido allí sus haberes: los espejos de oro que se colgaban al cuello, las patenas, las hachas, las águilas de oro pesado, macizo y bien batido.

El sol guiñaba los ojos a aquel puñado de oro que chispeaba como una maravilla salida de un cuento de las Mil y una Noches.

Estaban redimidos de tan largo calvario.

Pero por la ley fatal, supremas alegrías van seguidas de supremas angustias.

Uno de aquellos buscadores de oro no pudo más. El hambre, la fatiga y la enfermedad le habían roído.

Todo aquel oro, capaz de hacerle feliz, sólo podía darle la angustia de sentirlo escaparse de sus manos temblorosas con la agonía de Tántalo.

El conquistador estaba conquistado.

El soplo de la muerte avivó la llama de la fe, la fe de España, la fe de la raza.

—Hermano, me estoy sintiendo morir… no tengo familia en Zaragoza… toma mi parte de ese tesoro, busca a tus compañeros y vuelve con ellos a ese monte donde habrás de enterrarme…

Levanta allí una ermita a la Pilarica.

El compañero juró cumplir la manda. Enterró bajo la tierra virgen aquel cuerpo y lió el oro en sus maletas.

—Locuras de beatos, se dijo, resuelto a no dar cuenta de aquéllo.

—Al diablo con la Pilarica… ella está más rica que yo.

Su carcajada fatídica sonó en el monte como una maldición. Echó a andar. Anduvo… Anduvo…

Anduvo casi toda la noche y todo el día siguiente.

Pero por más que anduvo no pudo salir del monte.

Cansado, dominado por la fatiga, quedó dormido fcajo una sombra amable. Cuando fué el despertar, vio, con ojos de espanto, que el sitio en que se hallaba era el mismo de donde había salido. Aun estaba a su lado la tierra recién removida que recogió al amigo. jHorror!.. A.bría espantado los ojos para darse cuenta perfecta.

De pronto, sobre las rocas, una bellísima muchacha, fresca como las aguas del arroyo, hermosa como las flores de la montaña, apareció vestida de majestad serena.

El conquistador la miró sin comprender y ella, ocultando entonces el rostro sobre las manos, comenzó a llorar.

Loco de admiración y de sorpresa, corrió hacia la encantadora aparición y cayó a sus pies para hablarle.

Lloro, respondió la zagala, por los hombres sin fe, por los que no saben cumplir la promesa empeñada.

—¿Pero tú sabes..? ¿Quién eres tú..? ¿Cómo te llamasí

—Pilar, dijo la niña, y su llanto caía tan copioso qae por obra de milagro y de encantamiento iba llenando la oquedad del monte.

—Te haré el templo, dijo el español; te haré el tamplo con su oro y con el mío, pero si me prometes sacar de esta montaña.

—Gracias, replicó Pilar, así no quiero yo devotos.

Su llanto había llenado la depresión del monte casi por completo y Pilar fué deshaciéndose lentamente, misteriosamente; como envuelta en una debía, cada vez más y más sutil, esfumada en los tintes del paisaje. El pobre hombre miró a todos lados. Nada había. Nada. Por todas partes el mismo silencio reinaba en la montaña.

Como loco comenzó a gritar:

—Pilar… Pilar… Pilar…

El eco de su voz resonaba en las peñas.

-Pilar… Pilar…

Algún pájaro burlón respondía a lo lejos con las flautas de su charla.

La fiebre, la fatiga, el hambre, la desesperación…

Así murió aquel miserable, demente, cargado de oro y desfalleciente de hambre y de congoja, dando vueltas en torno a la laguna y voceando eternamente:

—Pilar… Pilar…

Cayó al fin, trágico y desfigurado, sobre la misma tierra removida que recogió al amigo.

Si gritáis en la montaña del Barba oís que responden dos, tres, cuatro voces; no creáis que es el eco, es el español que anda en pena buscando su salida del monte.

Poned cuidado…

El viento trae siempre las mismas sílabas fatídicas.

—Pilar… Pilar…

*
* *

Pero la Virgen tiene su Santuario.

En las noches de luna y de misterio, cuando hasta el viento parece andar de puntillas para no meter ruido, el que va a dormir solo, «so sí, enteramente solo al corazón de la montaña, ve levantarse del fondo de la laguna, una Iglesia gótica. Ñor José vio una vez las agujas magníficas, la ojiva de los ventanales y oyó las campanas echadas al vuelo.

Es la victoria, es la Catedral de la Virgen del Pilar, la fe que se levanta triunfadora sobre todas las falacias de los hombres.

Luis Dobles Segreda

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