Una Noche en el Castillo Encantado

Una Noche en el Castillo Encantado

Una Noche en el Castillo Encantado

Este cuento trata un tema muy conocido, que está presente, también, en obras de Perrault: una joven se comporta muy amablemente con un ser sobrenatural y, en recompensa por su gesto, obtiene el favor de producir perlas a cada palabra que pronuncia; por el contrario, su hermana, que se comporta insolentemente, como castigo, empieza a escupir culebras por la boca. El premio y el castigo se obtienen por mediación de un animal que, según el caso, socorre a la niña o la abandona a las fuerzas sobrenaturales.

Había una vez un pobre hombre viudo que vivía con su hija. Contrajo matrimonio por segunda vez con una mujer que, a su vez, también tenía una hija. Pero, esta mujer odiaba a la hija de su marido. La maltrataba sin parar hasta que, un día, decidió deshacerse de ella. A un kilómetro de la casa se levantaba un castillo deshabitado. Las gentes del lugar decían que estaba embrujado y nadie se atrevía a acercarse y menos aún a entrar en él. Una noche la mujer dijo a la hija de su mando:

—¡Estoy harta de ver siempre en mi casa a una perezosa como tú! Irás a dormir al castillo. ¡Toma este pedazo de pan para cenar y vete!

La pequeña se echó a llorar, pues el castillo le daba miedo, pero su madrastra la obligó a salir de casa. Por el camino, encontró una perrita blanca. Se detuvo para acariciarla y el animalito se fue detrás de ella.

—Voy a dormir al castillo encantado —dijo la niña—. Si no te da miedo, puedes venir conmigo.

Al caer la noche, llegaron al castillo. Entraron por una portezuela y la niña, enseguida, se puso a buscar un lugar donde dormir. Encontró una habitación en la que, en el centro había una cama… Entró y se puso a comer su pan, mientras la perrita la contemplaba.

—¡Pobre animalito, también tú tienes hambre! —exclamó la niña.

Le dio la mitad de su pan, se acostó y la perrita fue a acurrucarse en su regazo. A medianoche, la despertó un gran alboroto: puertas que golpeaban, ruido de pasos en el corredor, voces… De repente, se oyeron unos golpes en la puerta de la habitación. La niña empezó a temblar de miedo, sin saber qué hacer, pero la perrita le dijo:

—Pregúntales qué quieren.

—¿Qué queréis? —dijo la niña.

—Queremos entrar —respondieron las voces.

—¿Qué digo? ¿Qué hago? —repetía la niña a la perrita.

—Diles que traigan un vestido color de viento y unos zapatos de plata —le respondió el animalito.

La niña repitió lo que la perrita le había dicho y todo el castillo se quedó en silencio… Al cabo de un rato, se oyeron, de nuevo, las voces, detrás de la puerta.

—Te traemos el vestido color de viento y los zapatos de plata. ¡Déjanos entrar! —gritaron.

—¿Qué digo ahora? ¿Qué digo ahora? —preguntó la niña a la perrita.

—Diles que te traigan un cofre lleno de diamantes y joyas de oro y plata.

La niña volvió a repetir lo que la perrita le decía y el castillo, por segunda vez, se quedó en silencio. Al cabo de un rato, se oyeron, de nuevo, las voces detrás de la puerta.

—Te hemos traído el cofre lleno de diamantes y joyas de oro y plata —respondieron—. ¡Déjanos entrar!

—¿Qué digo? ¿Qué hago? —preguntó la niña a la perrita.

—Diles que te traigan agua del río en un colador de hierro.

La niña volvió a repetir lo que la perrita le había dicho y, por tercera vez, el castillo se quedó en silencio. ¡Es imposible transportar agua en un colador! La niña aguardó mucho tiempo, pero las voces no regresaban y acabó por dormirse. Por la mañana, al despertarse, encontró ante la puerta de la habitación el vestido, los zapatos y el cofre. Se puso el vestido, los zapatos y algunas joyas y volvió a su casa, llevándose el cofre consigo. Por el camino se dio cuenta que la perrita ya no estaba con ella.

Cuando sus padres la vieron llegar ataviada con oro y plata, no la reconocieron, confundiéndola con una princesa. Pero, ella les dijo:

—¡Hola papá! ¡Hola mamá!

Entonces se dieron cuenta de que era ella. La hermana enrojeció de envidia y se echó a lloriquear:

—Yo también quiero un bonito vestido como el de ella. Quiero ir a dormir al castillo.

—Está bien, irás —dijo la madre.

Por la noche, la mujer dio a su hija un buen pedazo de pastel y la dejó marchar. Por el camino, la niña encontró una perrita blanca, que parecía abandonada, pero, pasó de largo, sin detenerse. La perrita fue detrás de ella y, así, entraron las dos en el castillo. La niña se instaló en la habitación y se puso a comer el pedazo de pastel que le había dado su madre, mientras la perrita la miraba, moviendo la cola y gimoteando. Pero, la niña se la sacó de encima y se comió ella sola el pastel, sin ofrecerle ni siquiera unas migajas, luego, se acostó. A medianoche, un gran alboroto la despertó: puertas que golpeaban, ruido de pasos, voces… De repente, alguien llamó a la puerta de la habitación. La niña temblaba de miedo, sin saber qué hacer; entonces, la perrita le dijo:

—Pregúntales qué quieren.

—¿Qué queréis? —dijo la pequeña.

—Queremos entrar —respondieron las voces.

—¿Qué digo? ¿Qué hago?

—Diles que entren.

Entraron y se la llevaron. Sus padres nunca más volvieron a verla y desde entonces no osaron maltratar a la única hija que les quedaba.

Adaptación de un cuento francés.

Mil años de cuentos
Madrid, Edelvives, 1994

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