El primer árbol de Navidad
Hermann Löns
Papá Noel iba caminando por el bosque. Estaba malhumorado. Su blanco perrito, que normalmente trotaba delante de él ladrando alegremente, lo había notado y caminaba sigilosamente detrás de su amo con el rabo encogido.
Lo que ocurría era que Papá Noel ya no estaba lo suficientemente satisfecho con su trabajo. Cada año era lo mismo. Ya no sentía entusiasmo con su tarea. A la larga, los juguetes y la comida no significaban nada. Los niños se alegraban mucho al recibirlos pero ya no chillaban, cantaban ni daban gritos de alegría como él deseaba, sólo lo hacían muy de vez en cuando.
Durante todo el mes de diciembre, Papá Noel había estado cavilando sobre qué novedad podría ofrecerle él a los niños con el fin de devolverles una verdadera ilusión por la Navidad, ilusión de la que también pudieran participar los adultos. No tenía por qué tratarse de cosas caras ya que él no podía dar más de lo que tenía.
De esta manera, iba Papá Noel caminando por el bosque nevado hasta llegar a un cruce de caminos. Allí iba a encontrarse con el Niño Jesús, con el que preparaba siempre el reparto de regalos. Desde lejos vio que el Niño Jesús ya se encontraba allí, pues había un claro resplandor en aquel lugar.
El Niño Jesús vestía un largo traje blanco de piel y se reía, pues a su alrededor había grandes haces de heno y rodrigones de habas y ramas de álamo temblón y sauce con los que se estaban dando un buen banquete los hambrientos ciervos, los corzos y las liebres. Había incluso algo para los marranos: castañas, bellotas y nabos.
Papá Noel cogió su reloj de nubes y le ofreció al Niño Jesús la hora. “Qué, abuelo, ¿cómo estás?” preguntó el Niño Jesús. “¿Estás de mal humor?” Tras lo cual, cogió al anciano por el brazo y caminó con él. Tras ellos trotaba el pequeño perrito que ya no parecía estar triste y meneaba resueltamente el rabo en el aire.
“Sí”, dijo Papá Noel, “esto ya no me divierte de verdad. No sé si tiene que ver con la edad o con otra cosa. Lo del pan de especias, las manzanas y las nueces ya no sirve de nada. Se lo comen todo y después se acaba la fiesta. Habría que idear algo nuevo, algo que no fuera para comer ni para jugar, algo que hiciera cantar, reír y alegrarse a pequeños y a grandes”.
El Niño Jesús inclinó la cabeza en señal de aprobación y puso una cara pensativa; después dijo: “Tienes razón, abuelo, yo también me había dado cuenta y también he estado pensando en ello pero no es tan fácil”.
“Eso es lo que pasa”, refunfuñó Papá Noel, “soy demasiado viejo y demasiado tonto para esto. Me duele la cabeza terriblemente de tanto pensar y no se me ocurre nada razonable. Si esto sigue así, poco a poco todo irá decayendo y serán unas fiestas como las demás, donde no hay nada más que pereza, comida y bebida”.
Los dos iban caminando pensativos por el blanco bosque invernal, Papá Noel con rostro enojado, el Niño Jesús con rostro pensativo.
El bosque estaba silencioso, no se movía ni una rama; sólo cuando las lechuzas se posaban sobre un tallo caía un trozo de nieve con gran estruendo. Y así llegaron los dos, el perrito tras ellos, por el frondoso bosque hasta un viejo claro donde había abetos grandes y pequeños. Era una escena maravillosa. La luna resplandecía clara y luminosa, todas las estrellas brillaban, la nieve parecía de plata, y con los abetos allí en medio, blancos y negros, era algo magnifico.
Solo, en primer término, había un abeto de un metro y medio de alto que tenía un aspecto especialmente atractivo. Había crecido armoniosamente y tenía sobre cada rama una raya de nieve; en las puntas de las ramas colgaban pequeños témpanos que brillaban y centelleaban a la luz de la luna.
El Niño Jesús soltó el brazo de Papá Noel, le dio un empujoncito al anciano, le señaló el abeto y dijo: “¿No es precioso?”
“Sí”, dijo el anciano, “pero ¿en qué me ayuda a mí eso?”
“Dame un par de manzanas”, dijo el Niño Jesús, “tengo una idea”.
Papá Noel puso cara de asombro ya que no podía imaginarse que el Niño Jesús, con el frío que hacía, pudiera tener ganas de comerse una manzana helada. Además, él tenía un licor añejo muy bueno, pero eso no podía ofrecérselo al Niño Jesús.
Papá Noel deshizo su hatillo, colocó su gran cesto sobre la nieve, revolvió entre sus cosas y extrajo un par de preciosas manzanas. Después metió la mano en el bolsillo, sacó su cuchillo, lo afiló en un tronco de haya y se lo alcanzó al Niño Jesús.
“Ves lo listo que eres”, dijo el Niño Jesús. “Ahora corta un poco de cuerda en trozos de cinco centímetros de largo y hazme pequeñas estacas”.
Al anciano todo esto le parecía algo cómico pero no decía nada y hacía lo que le decía el Niño Jesús. Una vez tuvo listos los trozos de cuerda y las pequeñas estacas, el Niño Jesús cogió una manzana, le clavó una estaca, le ató una cuerda alrededor y la colgó de una rama.
“Bueno”, dijo luego, “ahora tenemos que poner algunas en las otras ramas y a eso me puedes ayudar tú, pero con mucho cuidado para que no se caiga nada de nieve”.
El anciano lo ayudó aunque no sabía muy bien para qué, aunque, la verdad, después de todo, aquello le parecía divertido. Cuando el pequeño abeto estuvo lleno de pequeñas manzanas rojas, Papá Noel dio cinco pasos hacia atrás, se rió y dijo: “¡Anda, mira qué bonito está! Pero ¿qué intención tiene todo esto?”
“¿Acaso tiene que tener todo una intención?” se rió el Niño Jesús. “Espera, que va a quedar más bonito aún. ¡Dame unas cuantas nueces!”
El anciano hurgó en su cesto, sacó unas cuantas nueces y se las dio al Niño Jesús.
El Niño Jesús colocó en cada nuez una maderita atándole después una cuerda. Luego comenzó a frotar una nuez sobre la cara superior dorada de su alita para que la nuez adquiriera un color dorado y la siguiente sobre la cara inferior plateada de su alita para que la nuez tuviera color plateado y así sucesivamente. Cuando terminó las colgó entre las manzanas.
“¿Qué me dices ahora, abuelo?, preguntó luego. “¿Acaso no es maravilloso?”
“Sí”, dijo Papá Noel, “pero todavía no sé…”
“¡Ya verás!” se rió el Niño Jesús. “¿Tienes velas?”
“Velas no”, contestó Papá Noel, “¡pero si tengo un cordoncillo de cera!”
“Eso valdrá”, dijo el Niño Jesús, cogió el cordoncillo de cera, lo cortó en trozos y colocó primeramente un trozo alrededor de la rama central del pequeño árbol y los otros trozos alrededor de las demás ramas, los puso rectos y entonces dijo: “¿Tienes un encendedor?”
“Claro”, dijo el anciano sacando eslabón, pedernal y yesca; hizo chispas con la piedra, dejó la yesca en la lata para que ardiera y prendió fuego a un par de bastoncillos de azufre.
Después se los dio al Niño Jesús quien cogió uno y con él encendió primeramente la vela más alta, después la que estaba a su derecha y después la que estaba al otro lado.
Y dando vueltas alrededor del arbolito fue encendiendo una vela tras otra.
Allí se encontraba ahora el pequeño abeto, en medio de la nieve; entre su ramaje oscuro medio cubierto de nieve, destacaban las rojas mejillas de las manzanas; las nueces doradas y plateadas brillaban y resplandecían y las velas de cera amarilla ardían solemnemente.
El Niño Jesús se reía con su carita rosada y palmoteaba con las manos, el viejo Papá Noel ya no estaba tan enfadado y el pequeño perrito saltaba aquí y allá ladrando.
Cuando las velas se hubieron consumido un poco el Niño Jesús batió sus alitas doradas y plateadas y las apagó. Entonces, el Niño Jesús le dijo a Papá Noel que debía talar el arbolito con cuidado. Papá Noel lo hizo y después se fueron los dos montaña abajo con el pequeño árbol colorido. Cuando llegaron a la aldea, ya todos dormían.
Al llegar a la casa más pequeña, donde moraba un minero, ambos se pararon. El Niño Jesús abrió cuidadosamente la puerta y entró; Papá Noel lo siguió. En la estancia había un taburete de tres patas con un agujero en el asiento. Colocaron el taburete sobre la mesa y metieron el árbol dentro del agujero.
Entonces, Papá Noel colocó todas las cosas bonitas, juguetes, pasteles, manzanas y nueces bajo el árbol; después, ambos salieron de la casa tan silenciosamente como habían entrado. Cuando el minero se levantó a la mañana siguiente y vio el árbol adornado se quedó asombrado y no supo que decir ante aquello.
Pero cuando vio que en la jamba de la puerta, que el Niño Jesús había rozado con sus alas, había un fulgor dorado y plateado, entonces supo con certeza lo que había pasado.
Encendió las velas del arbolito y despertó a su mujer y a sus hijos. Aquel fue el mejor día de Navidad para los habitantes de la pequeña casa.
Ninguno de los niños se fijó en los juguetes, los pasteles o las manzanas. Todos miraban solamente el árbol iluminado. Se cogieron de las manos, bailaron alrededor del árbol y cantaron todos los villancicos que sabían; e incluso el más pequeño de todos, a quien todavía tenían que llevar en brazos, berreaba todo lo que podía.
Cuando hubo amanecido del todo, llegaron los amigos y familiares del minero; cuando vieron el arbolito sintieron una gran alegría y se fueron directamente al bosque a coger también árboles para sus hijos. Las otras gentes que lo vieron hicieron lo mismo; cada uno se cogió un abeto y lo adornó, unos de una forma y otros de otra; pero luces, manzanas y nueces había en todos.
Cuando cayó la tarde, lucía un árbol de Navidad en cada casa del pueblo, en todas partes se oían los villancicos, los gritos de alegría y las risas de los niños.
Desde entonces se ha extendido la tradición del árbol de Navidad a toda Alemania y de ahí a toda la tierra.
Y debido a que el primer árbol de Navidad brilló al amanecer, en algunas zonas los niños reciben sus regalos por la mañana.
María Cuenca Ramón
Cuentos europeos de Navidad
Madrid: Clan, D.L. 2005
(Texto adaptado)
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