El monte Fuji

El monte Fuji

El monte Fuji

En la provincia de Suruga, de estériles llanuras e inmensas extensiones de tierras yermas, habitaba, en una humilde choza, cerca de Kioto, un pobre leñador llamado Visu, con su mujer y varios hijos pequeños. Era este hombre de elevada estatura y fuertes espaldas; sus brazos, de férrea musculatura, poseían una fuerza gigantesca: de un solo golpe de hacha derribaba los más corpulentos árboles, que llevaba a vender, sacando con ellos lo necesario para alimentar a su mujer y a sus hijos.

Se hallaban una noche profundamente dormidos, en su cabaña, cuando despertaron sobresaltados por un horrible estruendo y una fuerte conmoción que agitaba las entrañas de la tierra. Creyendo que iban a ser tragados por algún cataclismo, saltaron del lecho, presos de pánico y salieron todos fuera de la cabaña. Allí quedaron maravillados al ver que, en lugar del páramo inhospitalario y triste que se extendía antes a su vista, había surgido una gigantesca mole de granito, que parecía tocar el cielo, tenía las cumbres incandescentes y de las que salían penachos de humo negro, mientras toda la montaña estaba envuelta en densas nubes de humo blanquecino.

Extasiados el leñador y su familia ante aquella maravillosa montaña salida de los abismos de la tierra en una sola noche, no podían articular palabra. Varios días permanecieron contemplándola, embelesados, lo mismo envuelta en las tinieblas de la noche, semejando a un formidable fantasma, que bañada por los rayos del Sol naciente, que la convertían en montaña de oro y ópalo. Visu la llamó Fujiyama («monte que nunca muere»), cuyo nombre conservó a través de todas las generaciones y conserva aún hoy día.

Durante algunas semanas olvidó su oficio y siguió mirando las bellezas del Fujiyama. Cuando, de pronto, volvió a oír un terrible estrépito, y vio que la tierra se abría a sus pies y surgía de sus entrañas un extenso y bello lago, el mayor del Japón, al que dio el nombre de Buía.

El leñador llamó a su mujer y a sus hijos, y todos contemplaron el maravilloso paisaje en que se había convertido aquella región con la aparición misteriosa del monte y del lago. La mujer aconsejó a Visu que debía abandonar por unas horas aquella contemplación y volver a su oficio de leñador, para vender madera, porque se habían agotado ya todas las provisiones que había en la choza y sus hijos tenían hambre y le pedían de comer.

El marido cargó con su hacha al hombro y se fue a trabajar. Pero por el camino se encontró con un venerable bonzo, que le preguntó:

— Dime, buen leñador, ¿tú rezas?

El leñador respondió:

— Teniendo que trabajar para mi mujer y mis hijos, no me queda tiempo para las oraciones.

El bonzo le convenció de que debía orar, o, de lo contrario, sería castigado a volver a nacer sapo u otro animal inmundo, y se despidió del leñador, aconsejándole que trabajase y orase.

Pero el leñador, con el ánimo impresionado ante aquellos cambios geológicos, y temiendo el castigo que le anunciara el bonzo, se entregó de lleno a la oración, dedicando a ella todas las horas del día. Abandonó el trabajo, se oxidaron sus herramientas y no volvió a ver a su familia. Su mujer le buscó por el campo, angustiada, y cuando le encontró, quiso convencerle para que volviera a su choza. Si no les socorría, los hijos y ella se morirían de hambre, porque estaban ya comiendo hierbas y raíces. Pero él la apartó de sí, diciendo que necesitaba rezar y que le dejase. Visu se levantó, decidido, y cogiendo su hacha, comenzó a subir por el monte Fujiyama, sin volver la cabeza ante los gritos de su esposa, que le llamaba desolada. Siguió subiendo, subiendo, hasta desaparecer en la niebla de las cumbres.

Fatigado por la empinada cuesta, se sentó a descansar, y cruzó ante él una zorra. El leñador la persiguió, corriendo, con la ilusión de alcanzarla, llegando detrás de ella a una explanada sin malezas y alfombrada de fina hierba. Allí vio, sentadas en el suelo, a dos hermosísimas doncellas, que jugaban a algo con piezas de marfil labrado. Maravillado, se sentó a contemplarlas, y permaneció extasiado durante largo rato, sin oírse más que el ruido de las fichas al cambiar de sitio y el rumor de las hojas al ser movidas por el viento. Así continuó, hasta que, dándose cuenta de que una de las jugadoras hacía mal una jugada, protestó: «Eso está mal.» Al instante se convirtieron las doncellas en zorras y desaparecieron por el monte. El leñador se levantó, pensando volver a su cabaña, y se encontró con los miembros entumecidos. Apenas podía sostenerse en pie; sus manos estaban temblorosas y una larga barba blanca le llegaba hasta el pecho. Intentó cortar una rama de un árbol para apoyarse en ella, y al coger el hacha, el mango se deshizo en sus manos, convirtiéndose en polvo. Con indecibles trabajos empezó a descender por el monte, llegando hasta cerca del lago. Quedó extrañado al no hallar allí su cabaña; cuando vio venir a una viejecita, y, acercándose a ella, le preguntó por qué había desaparecido la choza. La vieja, en su larga vida, no había conocido allí ninguna vivienda. Preguntó al viejo su nombre, y al oír que se llamaba Visu, recordó que se refería en el país que un leñador llamado así había subido un día al monte Fujiyama, sin volverse a saber de él desde hacía trescientos años. El viejo se asustó al oírlo: era él. Preguntó por su familia y se entristeció al comprobar que todos estaban enterrados y posiblemente habrían muerto de hambre por haberles abandonado él.

Lloró amargamente, y sus lágrimas corrían por los profundos surcos de sus rugosas mejillas. En castigo, los dioses habían prolongado su vejez, y, sin fuerzas y solo, tenía que continuar viviendo. Intentó con grandes fatigas volver a subir al monte, sin que nadie volviera a saber de él. Únicamente, en las noches de luna, se veía su espíritu vagar errante por las cumbres del Fujiyama.

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