El caballero hospitalario
(Leyenda de Rodas)
En la isla de Rodas hizo su aparición, hace varios siglos, un terrible dragón, que, aposentándose en aquellos contornos, provocó la huida de todos los labradores, los cuales, espantados ante las bocanadas de fuego y las negras nubes de humo que salían de sus enormes fauces, abandonaron el campo. Los daños llegaron a tener mayor importancia cuando el monstruo, hambriento en ocasiones, empezó a hacer presa de sus garras a un sinfín de animales y a varias personas poco previsoras, que se vieron obligadas a pasar cerca de él. Se pensó, claro está, en la manera de exterminar a aquel ogro; pero no existía ningún hombre con suficiente capacidad para llevar a cabo la arriesgada aventura.
Un día, por fin, llegó la noticia de que los caballeros Hospitalarios, que tenían un monasterio en una colina próxima, se ofrecían a matar el dragón. El Gran Maestre de la Orden había designado a uno de sus caballeros para que fuera en su busca, ofreciéndole, si triunfaba en la empresa, una magnífica cruz de oro, como galardón. Animado éste, y deseoso de llevar a cabo tan decisiva heroicidad, se dirigió al lugar en que el coloso tenía su morada. En el monasterio esperaban impacientes su regreso; pero pasaron los días, y nadie tuvo más noticias de él.
Previendo el Gran Maestre que habría muerto entre las garras del sanguinario monstruo, designó a otro arrojado caballero para que probara suerte; pero también éste desapareció sin dejar la menor huella. Desalentado ya, en cierto modo, envió otros dos caballeros de los más avezados en la lucha; pero el fracaso se repitió con trágica insistencia. Viendo el Gran Maestre que cuatro de sus más diestros caballeros habían sucumbido, prohibió terminantemente que nadie volviera a intentar la arriesgada empresa.
El amor propio de uno de los Hospitalarios, que hasta entonces no había hecho otra cosa que esperar a sus compañeros sin el menor deseo de imitarlos, se sintió entonces herido al verse considerado como impotente para llevar a cabo la empresa que al principio se propusieran, y, puesto que el Gran Maestre les había prohibido otra nueva intentona, decidió probar suerte secretamente, huyendo del monasterio. Durante tres meses estuvo alejado de allí, ejercitándose en el manejo de las armas y en el dominio de sus músculos.
Una vez que se sintió ágil y seguro de sí mismo, marchó esperanzado en busca del dragón. Ya estaba cerca de su guarida cuando empezó a percibir el sofocante olor del humo que expelía con gran fuerza a cada nuevo rugido. Siempre con mayor audacia, se aproximó más y más al monstruo, y cuando ya estuvo cerca, se lanzó bravamente contra él. La fiera se defendió con su natural y extraordinaria fuerza, pero el caballero Hospitalario, que, a más de sus armas y defensas, poseía una singular astucia, logró asestar al reptil un buen número de certeros golpes y, después de una igualada y tremenda lucha, lo dejó muerto.
Poco tiempo después, el cadáver del dragón estaba rodeado de una multitud de vecinos que aclamaban con entusiasmo al héroe. Pero cuando llegó al monasterio, se le acabaron las alabanzas, porque el Gran Maestre, fiel a su consigna, le reprendió duramente por su desobediencia y se negó a otorgarle la cruz de oro que originalmente había ofrecido. Y, como castigo a su falta de disciplina, le mandó encerrar en una oscura celda.
El caballero, tranquila, no obstante, su conciencia, y convencido de que había hecho un bien a las gentes, se quitó humildemente sus arreos de batalla, consciente también de la rebeldía cometida, y se dirigió a su celda. El Gran Maestre, entonces, comprendiendo que aquel héroe no sólo había expuesto desinteresadamente su vida, sino que se mostraba sumiso y obediente, admiró su gran espíritu, en el que tantas virtudes existían, y, orgulloso de él, fue a la celda para otorgarle su perdón con un abrazo y condecorarle con la merecida cruz de oro.
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