El relato de la difunta
Existía en la ciudad de Méjico un tranquilo y repesado convento de las madres capuchinas cuya vida se deslizaba inalterable y seráfica, sin que trascendiense a su interior el más leve rumor mundano. Entre sus diversas obligaciones, se contaba el canto de media noche de maitines-; canto melódicamente un tanto imperfecto, porque como abundaban las viejecitas, se oían bastantes voces temblonas y cascadas. Inesperadamente, un día se oyó una portentosa voz dotada de delicadas inflexiones, y con gran asombro se preguntaban en su interior las monjas quién pudiese haber recibido tal inspiración, de quién procederían tan lindas melodías. Terminados los maitines, salieron silenciosas, y tras algunos crujidos de puertas, se encerraron, sin más, en sus celdas. Mas a poco sonaban unos golpecitos en la puerta de la madre abadesa. Llamaba la madre clavera (o tornera), que no podía articular palabra del susto que llevaba; por fin, se sosegó algo y refirió que en el convento había entonces sesenta y seis hermanas en clausura y que aquella noche había contado sesenta y siete. Lo que era lo mismo: treinta y tres parejas habían salido del coro, y detrás de todas ellas iba una monja con la cabeza tan inclinada, que no se le podía divisar el rostro. La abadesa contestó que eso era falta de sueño y que había contado mal. Porfiaba la monja tornera que nunca se habla equivocado en las cuentas y menos se iba a equivocar en una simple suma. Insistía la abadesa en lo fácil que era confundirse en tal estado y determinaron irse a dormir. También había advertido la abadesa a la tornera que no era conveniente comunicar a nadie tal sobresalto. Al día siguiente, todo transcurría en tranquilidad hasta que a las doce se dirigió la comunidad a celebrar maitines. En medio de los latines más o menos certeros resonó la admirable voz del día anterior, en tono tierno primero, luego angustioso, y por último, sollozante. A la salida, la abadesa contó a las monjas una a una y, en efecto, eran sesenta y siete. Creyó que se le helaba la sangre y toda la comunidad tuvo noticias del hecho incomprensible. Se hacían de cruces las monjas, y se deshacían en comentarios. Pero la abadesa, como empujada por una fuerza irresistible, salió detrás de aquella monja, que parecía deslizarse sin tocar el suelo y que con admirable diligencia bajaba la escalera, cruzaba el patio, atravesaba el pasillo, pasaba al otro patio y que, por el estrecho ambulatorio, salía al cementerio. Allí se detuvo la aparecida junto a un pedestal que sostenía una enorme cruz, y cuando la abadesa se disponía a hablarle, desapareció tras un rosal. En vano la buscó y rebuscó, y después de rezar-de hinojos ante la Cruz, marchó presurosa a contar lo sucedido. Tales congojas y temores sufrieron las monjitas, que no pegaron un ojo aquella noche. El desasosiego más grande reinaba en el convento. La abadesa ordenó rezos y mortificaciones, pero no podían ni cumplir esto ni probar bocado con el pensamiento fijo en la hora de maitines. Al llegar ésta, empezó el cántico y se volvió a oír la voz maravillosa, pero las monjas dejaron poco a poco de cantar y tan sólo se oía ya la voz desconocida. Al salir nuevamente la abadesa se fue en prosecución de la monja extraña y, al fin, logró alcanzarla en el cementerio. Valientemente la conjuró a que dijese su nombre y origen y con toda rapidez le levantó el tupido velo. ¡Cuál no sería su asombro al divisar el rostro amarillo y macilento de un cadáver! Mil veces Jesús — exclamó angustiada—•, ¡pero si es la hermana Luisa del Sacramento!, muerta hace semanas.
Recobrando bríos, la abadesa le ordenó hablar, y aquélla comenzó así su relato: «Yo fui una mujer tan vanidosa y frívola, que disfrutaba con entusiasmar a los hombres para luego darles de lado. Sus mismos lamentos me producían satisfacción. Uno de éstos tuvo que abandonar Méjico para siempre y otro terminó suicidándose. Esto halagaba mi vanidad de mujer hasta que concebí un inmenso cariño por un hombre que nunca supo corresponderme y contrajo matrimonio con otra mujer. Más éste murió con gran contento mio, pues ninguna mujer se envanecería de habérmelo quitado. No obstante este pasajero goce, no podía recobrar la tranquilidad perdida, y en busca del anhelado descanso vine a esta Santa Casa. Algún, consuelo recibía de su paz y sosiego, pero cuando llegaba la hora de maitines. me lo representaba con indecible realidad y disfrutaba con aquellos ensueños despierta. Esto me sucedió por espacio de meses y años, y al ser separada por la muerte de aquellos goces, fui condenada a rezar las plegarias rituales que había desatendido por tanto tiempo. Este castigo tendrá su fin cuando una abadesa valiente y generosa con ayuda del rezo de toda la comunidad quiera comprenderme y perdonarme y por esto le pido a Vd. que se olvide de mi mal comportamiento y me dé su gracia«. Extasiada se puso a orar de rodillas la abadesa, y al levantarse, estaba sola, sintiendo un frío que le helaba los huesos. Todas las monjas se dispusieron a cumplir las mayores penitencias en expiación de la pobre monja castigada, y otra vez volvió a repetirse la la nueva aparición a la hora de maitines, aunque, al terminar, salió la primera y se esfumó rápidamente.
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