El alacrán de fray Anselmo
Don Lorenzo de Baena, hombre bondadoso y sencillo, poseía una considerable fortuna. Pero ocurrió que un día la mala suerte entró en su casa, y desde entonces las calamidades se sucedieron en una serie ininterrumpida. Uno de sus barcos, que regresaba con telas de China, fue apresado por los piratas; naufragó una nave cargada con mercancías, que don Lorenzo había comprado; envió un convoy de plata a las provincias de Occidente y los indios lo asaltaron… Pero no fue esto lo peor: el único hijo de don Lorenzo iba en el convoy y fue escalpelado por los indios, y su esposa, agotada por el dolor, murió algún tiempo después.
Don Lorenzo sufría todo con cristiana resignación. Cuando su ruina fue completa, sus amigos le abandonaron y tuvo que vender su casa y hasta sus muebles. Aun en la más absoluta miseria, don Lorenzo no se desanimaba y esperaba una ocasión para rehacer su fortuna.
Un día se dirigió al convento de San Diego. Vivía en él un santo padre llamado fray Anselmo, siempre dispuesto a ayudar a quien a él acudiera, caritativo y desprendido hasta la exageración. Su celda era la más pobre del convento y sus hábitos estaban hechos jirones. Todo lo que tenía lo daba, y ya ni hasta un hábito nuevo le querían entregar los hermanos, porque sabían que se desharía de él al momento para socorrer alguna necesidad.
Don Lorenzo le contó todas sus miserias. Sabía que un barco cargado con sedas y porcelanas de la China estaba próximo a llegar. Si alguien le prestaba quinientos pesos, podría comerciar con estas, mercancías y salir de su angustiosa situación. Fray Anselmo estaba muy apenado, porque ya no le quedaba con que poder ayudar a tan buen hombre. Entonces un alacrán comenzó a ascender lentamente por la pared, y el fraile lo recogió cuidadosamente, lo envolvió en un trapo y se lo dio a don Lorenzo, diciendo:
—Es lo único que tengo, hermano. Llévalo al Monte de Piedad, a ver cuánto te dan por ello.
Don Lorenzo hizo lo que el fraile le había indicado. Se presentó en el Monte de Piedad, temeroso y avergonzado, y entregó el envoltorio. Y cuando esperaban que lo despidiesen rudamente, tomando su acción por una burla, se vio sorprendido por la exclamación de admiración que el dependiente lanzó al deshacer el paquete. En su interior había un alacrán de filigrana de oro, adornado con esmeraldas, rubíes y diamantes.
Recibió por él tres mil pesos y salió para San Diego de Acapulco, donde acababa de anclar la nave esperada. Volvió a Méjico con las mercancías y las revendió rápidamente. Esto le sirvió de base para reanudar sus negocios y pronto pudo recuperar su antiguo capital.
Don Lorenzo volvió a ser un hombre inmensamente rico. La fortuna le acompañaba en todos los negocios, y volvieron a llover los halagos de los amigos. Pero no olvidaba que todo se lo debía al humilde fraile, y un día, queriendo recompensarlo, fue al Monte de Piedad, sacó el maravillo so alacrán, lo envolvió cuidadosamente y se lo llevó. Fray Anselmo recibió el regalo con tranquilidad, desenvolvió el paquete, cogió amorosamente el alacrán y, poniéndolo en la pared, en el mismo sitio de donde lo había tomado el día que se lo dio a don Lorenzo, le dijo:
— Sigue tu camino, criaturita de Dios.
Y el precioso animal, convertido de nuevo en un vulgar alacrán, comenzó a caminar lentamente.
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