El lobo desencantado
En el aire se respiraba el otoño, y el humo surgía alegremente de las chimeneas de la gran mansión que estaba entre los pinos. Era una noche ideal para, una buena cena.
Tal era el pensamiento que dominaba en la mente del hambriento lobo, que yacía acurrucado al pie de una ventana, junto a la casa, oyendo fácilmente lo que se decía dentro.
-¡Vaya un día Que he tenido! -le gruñó a la ardilla que correteaba por las ramas de un árbol que asomaba su imponente mole allá arriba-. ¡Toda la jornada esperando! Si hubiese sabido que me tratarían así, habría perseguido al cordero que vi en la dehesa del granjero. Ahora, me guste o no me guste, el cordero está a salvo en el redil y tendré que irme a dormir con el estómago vacío.
-¿Por qué te quedaste rondando por aquí todo el día? -le preguntó la ardilla, con poca simpatía-. Debiste preguntar. Yo habría podido decirte que aquí no había ningún cordero.
-No era un cordero -dijo el lobo, con tono desdeñoso-. ¡Era el niño! Oí que su madre le decía cuando lloraba:
«Si no te callas, te echaré al lobo.» Te aseguro que se me hacía la boca agua. Pero el niño siguió llorando, y yo esperando; y ahora ha llegado la noche y no veo al niño. ¡Ella, prácticamente, me lo prometió! Es muy fastidioso.
La ardilla se dobló sobre sí misma, en silenciosa risa y meneó la cola burlonamente.
-Tendrás que aprender que es inútil escuchar a la gente que dice una cosa y piensa otra -fue la sabia observación de la ardilla.
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