El gran jefe Tattarooga

El gran jefe Tattarooga

El gran jefe Tattarooga

Esto, señores —dijo el guía con tono solemne— ¡es el Gran Cañón del Colorado!

Los turistas se asomaron al precipicio y miraron hacia abajo emocionados: frente a ellos caía, se abismaba una inmensa pared rocosa, escalonada. Sólo en algunos puntos se veía, a una profundidad fantástica, serpentear en su fondo el río Colorado, blanco de espuma. La pared opuesta del abismo estaba lejos y se perdía en una especie de neblina.

Durante unos minutos los turistas observaron en silencio aquel espectáculo imponente; luego un niño que se dio vuelta vio una cosa curiosa…

—¡Mamá —exclamó— ¡mira allá en la roca! ¡Un piel roja!

Todas las miradas se volvieron en la dirección indicada por el pequeño.

—Aquél, señores —explicó el guía con acento aún más ceremonioso—, es el gran jefe Tattarooga, que viene todos los días al río para meditar…

El gran jefe Tattarooga, rígido, inmóvil, acurrucado en el borde del precipicio, miró hacia abajo, hacia el abismo y, como les sucede a veces a los jefes pieles rojas muy viejos, oyó subir de abajo la voz del río:

—Hola, viejo Tattarooga…

—Hola, viejo río…

—¿Cuánto hace que vienes aquí Tattarooga? —preguntó el río.

Ofendido, Tattarooga, respondió:

—¿No recuerdas? ¡Hace casi ochenta años! Venía aquí de niño con mi padre y con mi tribu. ¡Ochenta años!

—¿Y que son ochenta años para mí? ¿Sabes que yo posiblemente sea el río más viejo de la Tierra? ¡Tengo casi 1.500 millones de años, viejo jefe!

Tattarooga, que se creía muy viejo, calló humillado.

—Durante todo este tiempo —volvió a hablar el río— he cavado mi lecho: tiene 350 kilómetros de largo, un kilómetro y medio de profundidad y un ancho entre seis y treinta kilómetros.

—Pero yo estoy en la cima plana de una montaña, no en la sima de una vorágine…

—En efecto: yo atravieso la montaña. La he cortado por la mitad, cavando en sus rocas esta hendidura. Toda la región de los alrededores, el desierto de Arizona, es más baja, es una llanura.

«Hace millones y millones de años todo esto era llanura y yo corría lenta y tranquilamente. Pero la zona en la que estaba mi lecho se elevó y así fue como comenzó mi trabajo de perforación.

—Entiendo —murmuró Tattarooga.

—Ahora los científicos pueden estudiar a lo largo de los costados de mi lecho las diversas capas rocosas que forman la superficie terrestre, ocultas en un tiempo en las profundidades del mar… ¿Comprendes? ¡Yo muestro a los hombres la historia de la Tierra!

Estaba por ponerse el sol. Tattarooga se levantó lentamente y se dispuso a volver a su choza.

—Mañana a la mañana estaré aquí, Colorado —dijo— Buenas noches.

—Buenas noches, Tattarooga, te esperaré.

Gran Cañon del Colorado

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