La novia sin rostro del cementerio de Obreros
Todos los que en los años 50 del siglo pasado vivimos frente al cementerio de Obreros, en la Avenida 10, sabíamos de la novia del velo blanco sin rostro que se les aparecía a los hombres, y solo a los hombres, después de la media noche.
Solo Chico el panteonero, como le llamábamos, se negaba a aceptar la presencia de la aparición y hasta nos regañaba por andar pensando en babosadas. Nosotros, los del barrio Don Bosco, no solo le dábamos pruebas fehacientes de la mujer volátil sin cara, sino que le suplicábamos que lo confirmara él mismo con sus propios ojos yendo a esas horas al lugar donde se aparecía.
Porque si alguien lidiaba al mismo tiempo con gente de esta vida y de la otra era él quien, como experto sepulturero del cementerio de Obreros, enterraba a diario, en medio de dolientes y acompañantes, a todos los difuntos del vecindario popular de San José.
Chico era chaparrito, descalzo, no se quitaba su sombrero de paja ni para dormir y casi no tenía dientes pero a cambio ofrecía una sonrisa que hacía de su oficio de enterrar un verdadero placer y no un susto, sobresalto o escalofrío.
Nuestro barrio era entonces una base militar del cielo en la tierra o, si se quiere, una plataforma de lanzamiento hacia la inmortalidad con toda su logística de iglesias, coros para el Aleluya, avemarías y curas repartiendo perdones y agua bendita para un vuelo feliz y sin escalas.
Chico el panteonero no solo enterraba a los muertos sino que también los desenterraba cuando, muy temprano en las mañanas frías, iba al cementerio a abrir la tumba para sacar los restos del muerto anterior y abrirle campo al nuevo que llegaría en la tarde entre percherones con penachos blancos que caminaban a paso franco sacándole chispas al pavimento.
Cuando destapaba las lápidas o los nichos, Chico el panteonero se podía encontrar cualquier cosa, desde un esqueleto entero o manojo de huesos hasta una momia intacta. Con el esqueleto no había problema porque este era frágil como una galleta y sencillamente lo desmontaba de sus bisagras, echaba los huesos en una bolsa de cemento vacía y luego, si eran muchos, los depositaba en el osario y, si no, los colocaba envueltos sobre el afelpado ataúd del nuevo huésped.
El problema, sin embargo, era cuando se encontraba con momias tan perfectas que parecían personas vivas y no hallaba que hacer con ellas para reducirlas de tamaño pues intentar cualquier cosa, como prenderles fuego por ejemplo, sería matarlas otra vez y, bueno… Hasta que descubrió que al poco rato de tenerlas a la intemperie, el mismo ambiente se encargaba de deshacerlas.
La primera vez que extrajo una momia era la de una mujer amortajada de novia entre tafetanes, brocados y flequillos blancos a tal punto bella que parecía devuelta del mismo cielo por haber alterado, no bien al llegar, la paz de su rebaño glorificado.
Chico el panteonero la recordaba muy bien desde que hacía tres años él mismo la sepultó. «Parecía una muñeca dormida», se le escuchó decir una vez. Una diosa terrenal como para enterrarse con ella o bien abrirle el féretro para que saliera volando como un pájaro.
Ese día que la desenterró fue también la primera y única vez que Chico el panteonero sintió verdadero pánico ante un ser del más allá pues, tras ponerla delicadamente sobre el césped mientras él terminaba de vaciar y limpiar el hueco, ella se gasificó y desapareció sin dejar rastro alguno.
No obstante, Chico el panteonero se mantuvo en sus trece de no creer en espantos hasta que, una noche de tantas, los del barrio le llevamos a Quincho a su casa para que, como el vecino a quien más veces se le había aparecido la mujer sin cara, le convenciera de que no era un invento nuestro.
Como viejo maquinista que era del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico, Quincho salía a medianoche dos veces por semana de la estación ferroviaria hacia su casa frente al cementerio de Obreros tras conducir, durante cuatro horas, el tren de pasajeros y de carga desde Puntarenas a San José.
Quincho le contó a Chico que la mujer de marras solía aparecer en cualquier parte a lo largo de la acera del cementerio pero sobre todo en la entrada principal. «La vaina -advertía Quincho- es que por más avispado que uno venga fijándose si está o no, no ve nada hasta que de repente la tiene encima».
«Una noche -prosiguió- la sentí atrás como un viento helado sobre mi nuca y cuando salí en estampida para liberarme de ella, al instante ya la tenía de frente viniendo más bien hacia mí. Era como una sombra blanca de velos, encajes y sedas que se revolvían en el aire a media altura cubriendo un rostro que del todo no se veía».
Chico el panteonero, como máxima autoridad que era en materia de muertos y, muy especialmente, de sus gustos y apetencias para descansar en paz, en todo momento tomó con humor las alucinaciones de Quincho: «¿Y no será que a esas horas venís siempre con unos cuantos adentro? No jodás; todas esas historias nacen siempre en la cantina El Bebedero?»
Fue cuando intervino Manuel Jinesta, otra de las víctimas de la novia sin rostro, para dar fe hasta de la última coma de lo dicho por Quincho. Manuel era operador de cine a cargo de proyectar las películas en el teatro Center City y siempre salía tarde a pie para su casa pues la tanda de 9 de la noche terminaba a las 11 pasadas y, mientras salía la gente, acomodaba cosas y dejaba todo listo para el día siguiente, le sorprendía la madrugada.
Contó Manuel que vio a la mujer con más horror que nunca la noche en que, tras proyectar una película de Drácula que le crispó, de camino a la casa al pasar frente a la puerta del cementerio, la mujer, en su envoltorio de trapos blancos transparentes, le pidió fuego para encender un cigarrillo.
Le explicaba él a Chico que todos los hombres del barrio que por trabajo o andar de parranda tenían que pasar frente al cementerio a deshoras, ya venían con la llave de la casa en la mano listos para salir como relámpago en el instante mismo en que el espectro les acechara.
Esa vez, entre el lugar de la aparición y su casa había unos 125 metros de distancia, eterna para cualquiera tan espantado como él. Manuel se sintió perdido. Las piernas no le dieron y tras intentar varias veces introducir la llave en la ranura del llavín, nunca pudo. Fue cuando sintió un frío de ultratumba que le bajó de la cabeza a los pies, le heló la sangre, le paró el pelo y le inmovilizó.
En medio de la tensión de todos nosotros esa noche en la casa de Chico el panteonero, las bromas, a manera de válvula de escape, no se hicieron esperar. «Debe ser esa la forma de ella de hacer el amor a su víctima», dijo uno entre risas. «Esa alma en pena busca en alguno de nosotros a su príncipe encantado», dijo otro. Hasta que alguien más dijo algo que nos escalofrió a todos: «Debe ser que Chico no la enterró bien y se le escapó».
Sin que nadie supiera por qué, de repente Chico se quedó muy serio y pensativo hasta que no aguantó más y explotó: «Les prometo que iré yo solo una noche de estas a buscarla y devolverla, como corresponde, a su morada eterna». Todos nos volvimos a ver y, como siempre, nadie le creyó.
Tres días después, a Chico el panteonero lo encontraron muerto al amanecer en el quicio de la puerta de su casa, frente a la entrada del cementerio, en medio de la consternación del barrio entero, así como de su posterior sorpresa al enterarse de que, desde entonces, la novia del velo blanco sin rostro también había desaparecido para siempre.
Edgar Espinoza
ed@columnistaedgarespinoza.com
Fuente: crhoy.com
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