Teseo y el Minotauro
Adaptación de una leyenda mitológica griega.
Teseo es, al mismo tiempo, el amigo y el rival de Hércules, en cuanto a celebridad se refiere. Ambos son los legendarios héroes de sus respectivas ciudades: Atenas con relación a Teseo y Tebas con relación a Hércules. Y su rivalidad es la expresión de la rivalidad entre ambas ciudades, en su intento de superarse la una a la otra, a través de sus héroes. Al igual que Hércules, también Teseo luchó contra las Amazonas, Centauros, Gigantes, bestias salvajes y bandidos. En estas páginas presentamos su más célebre hazaña: la lucha, cuerpo a cuerpo, contra el Minotauro.
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Hace ya mucho tiempo, los distintos pueblos de Grecia tenían por costumbre convocar a los jóvenes, de vez en cuando, para participar en competiciones deportivas: carreras, lanzamientos de disco, lucha libre, etc. La más célebre de estas competiciones deportivas se llevaba a cabo en Olimpia, cada cuatro años, siendo esta celebración el antecedente de los actuales Juegos Olímpicos. El vencedor era homenajeado y respetado por todos, no sólo porque era el más fuerte, sino también porque estos juegos se celebraban en honor de los dioses.
En una ocasión, el campeón de Atenas se enfrentó, cuerpo a cuerpo, con el hijo de Minos, rey de la isla de Creta. El campeón perdió y los atenienses, humillados, dieron muerte al vencedor. El rey de Creta no les perdonó nunca semejante crimen. Declaró la guerra a Atenas, se apoderó de la ciudad y, en represalia, ordenó que anualmente, durante treinta años, catorce jóvenes atenienses de ambos sexos fueran llevados a Creta para que el Minotauro los devorara.
El Minotauro era un monstruo, mitad hombre y mitad toro, que se alimentaba de carne humana. Vivía en Creta, encerrado en su laberinto. Los corredores de su palacio eran tan enredados y los aposentos tan numerosos que nadie podía encontrar la salida. Quien en él penetraba no tenía ninguna posibilidad de escapar de las fauces del monstruo. Los atenienses estaban consternados por la idea de entregar a sus hijos a una muerte tan horrible. Pero, ¿qué hacer? ¿Habría entre ellos alguien lo suficientemente valeroso como para enfrentarse a ese monstruo y derrotarlo? Pero, aunque consiguiera matarlo, ni él ni los jóvenes podrían salir nunca del laberinto y perecerían de hambre y sed. En medio de esta desesperación general, llegó Teseo.
Teseo era hijo de Egeo, rey de Atenas, pero había pasado toda su infancia con su madre, en una ciudad al sur de Grecia. Era muy fuerte y hábil en la lucha y aprovechó su viaje a Atenas para limpiar la ciudad de bandidos, a cual más perverso. Uno de esos bandidos obligaba a sus prisioneros a arrodillarse ante él para que le lavaran los pies y, luego, de una patada los arrojaba desde lo alto de una montaña.
La ciudad, agradecida, lo acogió con gran alegría y su padre le dijo:
—Gracias a ti, los viajeros que llegan a Atenas ya nada han de temer. Eres digno de sucederme, a mi muerte. Acabamos de sortear qué jóvenes deberán ser entregados al Minotauro y nos disponíamos a conducirlos al barco que los llevará a Creta.
Teseo, al oír los lamentos de las madres, a las que les arrebataban a sus hijos, se apiadó de ellas y decidió acompañar la expedición para enfrentarse al Minotauro.
—¡Ay, hijo mío, no saldrás vivo de semejante combate! —exclamó su padre—. No debes poner a prueba tu suerte. Si no formas parte de las víctimas, ¿por qué tienes que sacrificarte voluntariamente?
—Padre, confía en mí —respondió Teseo—. Regresaré sano y salvo y para que seas el primero en tener noticias de mi victoria, antes de abandonar Creta, reemplazaré la vela negra de nuestra nave por una vela blanca, así sabrás que nada me ha sucedido.
Cuando Teseo y los jóvenes atenienses, destinados al Minotauro, desembarcaron en Creta, sus habitantes se agruparon para verlos pasar. Entre los curiosos estaba Ariadna, la hija de Minos cuyo corazón fue conquistado, al instante, por Teseo. Al averiguar que era el hijo del rey de Atenas y que se había entregado voluntariamente, y admirada por su valor, quiso prestarle ayuda. Aunque fuera fuerte y valeroso, Teseo, por sí mismo, nunca conseguiría salir del laberinto. Así que Ariadna le dio un ovillo de hilo y le dijo:
—Yo aguantaré un extremo del hilo y tú el otro, irás devanando el ovino a medida que avances por los corredores del laberinto. ¡No se te ocurra soltar el hilo! Para encontrar la salida no tendrás más que enrollar, de nuevo, el hilo.
Teseo siguió, al pie de la letra, las instrucciones de la princesa, dirigiéndose al encuentro del Minotauro, seguido por el cortejo de las jóvenes víctimas. Ariadna sostenía el hilo, que vibraba cada vez que Teseo hacia un movimiento, pero, de repente, oyó los horribles mugidos del monstruo. El hilo, sostenido por la mano de Ariadna, se movía a gran velocidad, al cabo de un momento se quedó quieto. Los gritos del Minotauro cesaron ¿Qué significaba ese silencio? ¿Qué ocurría? La angustia oprimió el corazón de Ariadna. El hilo volvió a moverse, la joven volvió a oír gritos… ¡eran gritos de alegría, el Minotauro había muerto! Los atenienses pudieron salir del laberinto gracias al ovillo de hilo y Teseo se precipitó en los brazos de Ariadna. Después, como todos querían regresar cuanto antes a Atenas, embarcaron en la nave y Ariadna partió con ellos, para casarse con Teseo.
Durante la travesía, una violenta tempestad sacudió los mares e hizo que Ariadna se marease. Se detuvieron en la isla de Naxos para que la joven pudiera descansar. Ella, totalmente agotada, se durmió enseguida. El temporal amainó y los marinos se mostraron impacientes por irse de allí. Entonces, Teseo dio la orden de embarcar, abandonando a la joven durmiente en tierra. Cuando ésta despertó, fue corriendo a la playa, gritó y se lamentó, en vano: sólo las gaviotas, con sus gritos, le respondieron. ¡El ingrato Teseo la había abandonado! Pero, los dioses velaban por ella. Dionisios, que pasaba cerca de la isla, oyó los lamentos de Ariadna. El dios del vino se apresuró a socorrerla. La consoló de tal manera que la joven olvidó su pena y Dionisios la encontró tan sumamente encantadora, en su desgracia, que le pidió que se casase con él. Así, Ariadna abandonada por un héroe, acabó casándose con un dios. Teseo, orgulloso de haber vencido al Minotauro, había olvidado la promesa hecha a su padre de cambiar las velas. La nave estaba acercándose a Atenas y la vela negra ondeaba aún en el mástil, en lugar de la vela blanca, como debía. El rey Egeo, desde lo alto de la Acrópolis, la ciudadela de Atenas, aguardaba impaciente el regreso de su hijo. Como vio la vela negra, creyó que el Minotauro había devorado a Teseo; entonces, desesperado se arrojó al mar, desde lo alto de una roca. Y a causa de este desgraciado incidente, ese mar lleva desde entonces el nombre del rey.
Teseo fue aclamado por los atenienses, pero se sentía responsable de la muerte de su padre y no quiso convertirse en rey. Prefirió instaurar la república: desde entonces, los ciudadanos, reunidos libremente en asamblea, gobernaron ellos mismos la ciudad. Teseo, no obstante, fue nombrado jefe supremo del ejército y aún vivió importantes y numerosas aventuras.
Tras su muerte, los atenienses le levantaron un precioso mausoleo, para que todos los oprimidos, pobres y esclavos, encontraran allí consuelo, en recuerdo de aquél que durante toda su vida combatió para proteger a los seres indefensos.
Mil años de cuentos
Madrid, Edelvives, 1994
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