Resumen La Eneida



La Eneida

Resumen La Eneida

La Eneida está dividida en doce cantos o libros; sucintamente, el argumento de cada uno de ellos es el siguiente:

CANTO I: Eneas, próximo a llegar a Italia con su flota, es rechazado por una tempestad ordenada por Juno, su enemiga implacable. Es arrojado a las costas de África, perdiendo tres navíos y dis­persándose el resto de ellos. Con su fiel Acates, penetra en el interior y llega a Cartago. La reina Dido, que ha debido huir de Tiro, su ciudad natal, y que está por fundar una nueva ciudad, lo recibe muy hospitalariamente. Le ofrece un banquete y le pide que narre sus aventuras.

CANTO II: Dedicado a la evocación de la última noche de Troya, con la caída y toma de la ciudad. Eneas debió huir, sin su esposa Creuse, que se ha extraviado, pero con su hijo, su viejo padre Anquises y, sobre todo, sus Penates.

CANTO III: Prosigue la narración del Canto II. Se habla aquí de los «extravíos» de Eneas en Tracia, en Délos, en la costa del Epiro; y luego, hacia el sur de Italia, donde consulta a la sibila de Cumas. En Sicilia, Eneas y sus compañeros son recibidos por Alcestes; transcurren allí un invierno, durante el cual muere Anquises.

CANTO IV: Mientras tanto, Dido, bajo la influencia de Venus, se ha enamorado de Eneas. Este amor apasionado, pero imposible, es el lema del canto. Eneas recibe de Júpiter orden de huir. Dido, desesperada, se suicida.

CANTO V: Eneas vuelve con Alcestes y honra con juegos fúnebres el aniversario de la muerte de su padre. Deja en Sicilia a sus compañeros más cansados para que funden una ciudad, y parte para Italia.

CANTO VI: En este canto, verdadero corazón del poema, Eneas consulta en Cumas a la sibila. La sacerdotisa de Apolo lo provee del medio para descender a los infiernos. Eneas atraviesa la Estigia. ve el Tártaro y alcanza los Campos Elíseos. Allí encuentra a su padre Anquises, quien le muestra las almas de los futuros romanos ilustres, entre otras la de Augusto.

CANTO VII: Eneas llega por fin al Lacio. Pretende desposar a Lavinia, hija del rey Latino, señor del Lacio, pero Turno, príncipe de los rútulos, influido por Juno, reclama también la mano de Lavinia. Ello desata la guerra.

CANTO VIII: Eneas remonta el Tíber justo hasta el emplazamiento de la futura Roma. Allí domina el rey arcadio Evandro. Eneas es bien recibido por este rey de raza griega y por su hijo Palas. Durante este tiempo, Venus logra de Vulcano que forje un escudo para Eneas, en el que se representan grandes escenas de la historia romana, entre otras la batalla de Accio.

CANTO IX: Eneas va en busca del apoyo de las ciudades etruscas. Turno ataca el campo troyano, incendia los barcos y logra adueñarse de casi todo el campo. Dos jóvenes, Niso y Eurialo, intentan en vano franquear las líneas rútulas para alcanzar a Eneas e informarle de la situación; caen heridos de muerte.

CANTO X: En una asamblea de los dioses, Juno y Venus se enfrentan; pero Júpiter deja que el destino decida. Eneas, a la cabeza de un ejército etrusco, rebelado contra la tiranía del rey Mezencio, gana una batalla sobre los rútulos, pero Palas es muerto por Turno.

CANTO XI: Se entierran los muertos de ambos bandos. Evandro llora a su hijo Palas. Una nueva batalla se desarrolla. Es otra victoria para los troyanos y sus aliados, a pesar del valor guerrero de la reina de los volscos, Camila, a quien una flecha hiere mortalmente. Los hombres de Latino retroceden en desorden.

CANTO XII: La suerte de la guerra se decidirá en un combate personal entre Turno y Eneas. No obstante la ayuda de su hermana, la ninfa Jaturna, Turno es finalmente vencido y muerto. Eneas podrá casarse con Lavinia y reinar sobre un pueblo nuevo, surgido de la fusión de troyanos y latinos.

Los fragmentos que a continuación se transcriben se han tomado de la versión española de Aurelio Garzón del Camino.

La Eneida

Muerte de Palinuro (Del canto V)

Una blanda alegría se insinuó en el alma insegura del venerable Eneas, el cual mandó levantar rápidamente todos los mástiles y desplegar las velas. Todos a la vez emprendieron la maniobra, izando las lonas a derecha e izquierda, mien­tras retorcían las altas puntas de las entenas. Los vientos favorables impulsaban la flota. Palinuro, delante de todos, dirigía la apretada hilera de naves, todas las cuales tenían la orden de regular su marcha por la suya.

Ya la húmeda noche había casi llegado a la mitad del espacio celeste, y los marineros, tendidos entre los bancos, bajo los remos, reposaban sus miembros con un sueño tranquilo, cuando Morfeo, el ligero dios, deslizándose de los astros celestes, hendió el aire tenebroso y emergió de las tinieblas, para dirigirse a ti, ¡oh Palinuro!, y llevarte, inocente víctima, visiones funestas. Sentóse el dios sobre la alta popa, habiendo adoptado la apariencia de Forbante, y allí pronunció estas palabras:

Palinuro, hijo de Jasio, la líquida llanura lleva por sí sola la flota; los vientos soplan tranquilos y la hora invita a descansar. Deja caer la cabeza y hurta al trabajo tus ojos fatigados. Yo te sustituiré por un rato.

Palinuro, levantando con dificultad los ojos, le dijo:

¿Es a mí a quien quieres hacer ol­vidar lo que ocultan el aspecto apacible del mar y el sosiego de las olas? ¿Pre­tendes que yo me fíe de tal prodigio? ¡Cómo! ¿Iba a confiar a Eneas a los vien­tos engañosos, yo que tantas veces fui víctima de la serenidad del cielo?

Decía todas estas palabras Palinuro sin soltar un instante la barra del timón, a la cual se aferraba, con los ojos fijos en los astros. Pero he aquí que el dios sacudió sobre sus dos sienes un ramo humedecido en las aguas del Leteo, impreg­nado en la virtud somnífera de la Estigia. En vano fue que Palinuro se resistiera; a pesar suyo, relajó sus ojos adormecidos. Apenas el imprevisto reposo comenzó a invadir sus miembros, cuando el dios, cayendo sobre él, lo arrojó a las límpidas ondas, con parte de la popa quebrada y sin soltar el timón. Precipitado en las aguas, en vano llamó una y otra vez a sus compañeros. En cuanto al dios, se remontó volando como el pájaro por la tenue brisa.

No dejó por eso la flota de proseguir su derrota segura, y, de acuerdo con las promesas del padre Neptuno, avanzó sin temor. Ya incluso había llegado a los escollos de las Sirenas, en otro tiempo temibles y cubiertos de blancas osamentas. Los roncos peñascos, incesantemente azotados por las salobres aguas, resonaban en lontananza, cuando el venerable Eneas advirtió que su nave flotaba a la ventura, perdido su piloto, y él se puso al timón, gobernándola por las ondas tenebrosas. Lanzando hondos gemidos, y conmovido su ánimo por la desgracia de su amigo, exclamó:

¡Oh Palinuro! Por tu excesiva con­fianza en la serenidad del cielo y del mar, yacerás insepulto en una ribera ignorada.

Eneas desciende a los infiernos (Del canto VI)

Había una profunda caverna, defendi­da por un negro lago y por las tinieblas de los bosques. Y era tal el vapor hediondo que se levantaba hasta la bóveda del cielo, que ningún pájaro podía volar libremente por encima.

Eneas elevó altares nocturnos y entregó a las llamas las vísceras enteras de los toros, derramando espeso aceite sobre las entrañas ardientes.

Y he aquí que a los primeros rayos del sol naciente, el suelo comenzó a mugir bajo sus pies y las copas de los árboles del bosque a agitarse, oyéndose unos ladridos en la sombra, como de unos perros que sintieran la proximidad de la diosa.

¡Lejos de aquí, profanos! -clamó la profetisa, que acompañaba a Eneas-; ¡retiraos de todo este bosque sagrado! Y tú, emprende la marcha y desenvaina tu espada; ahora es cuando necesitas te­ner valor, Eneas, ahora cuando has de mostrar un corazón firme.

Y diciendo esto, se precipitó furiosa en lo profundo de la caverna, y Eneas la siguió con intrepidez.

Iban solos, en la oscura noche, a través de las vacías moradas y el desierto reino de Plutón, semejantes al que atraviesa un bosque a la luz escasa e incier­ta de la luna, cuando Júpiter ha cubierto el cielo de nubes y las sombras roban el color a los objetos.

En el mismo vestíbulo, a la entrada de las gargantas del Orco, tienen su morada el Duelo y los Remordimientos vengadores; allí habitan las pálidas Enfermedades, la triste Vejez, el Temor y el Hambre, mala consejera, así como la horrible Pobreza, monstruos todos de es­pantoso especto; la Muerte, el Dolor, y luego, el Sueño, hermano de la muerte, y los funestos goces del alma. En el um­bral de enfrente moran la Guerra mortífera, las Euménides, en sus férreas jau­las, y la Discordia insensata, con su cabellera de víboras y las vendas teñidas de sangre que ciñen sus miembros.

En medio, un olmo gigantesco y negro extendía sus ramos seculares, en cu­yas hojas, según dicen, habitan los vanos sueños. Además encontrábanse allí mil fantasmas monstruosos y variados: los Centauros, cuya cuadra está ante las puertas; las biformes Escilas; Briareo el de los cien brazos; el monstruo de Lerna, lanzando horribles silbidos; la Quimera armada de llamas; las Gorgonas; las Arpías, y Gerión con sus tres cuerpos.

De allí arranca el camino que conduce a las ondas del Aqueronte del Tártaro, sima cenagosa, profundo abismo de barro que hierve y descarga toda su arena en el Cocito. Guarda esas aguas y ese río un horrible barquero, Caronte, espantosamente sucio, con una abundante barba blanca, mal cuidada, unos ojos fijos, llameantes, cubiertos con sórdido manto colgado de los hombros. Allí una multitud se agolpaba sobre las riberas. Erguidos, y tendiendo las manos en su avidez de alcanzar la otra orilla, todos pedían ser los primeros en pasar. Pero el triste barquero tomaba ora a éstos, ora a aquéllos, y arrojaba a otros de la orilla.

Eneas, a quien aquel tumulto asombraba y conmovía, preguntó a la Sibila:

¿Qué piden esas almas? ¿A qué obedece que se aleje a las unas de la orilla, mientras se permite a las otras barrer con los remos las lívidas ondas?

La anciana sacerdotisa le respondió brevemente:

Toda esa multitud que ves se en­cuentra sin asistencia y sin sepultura. Durante cien años andan errantes en torno de esas orillas. Tan sólo entonces se les admite, y al fin pueden ver las ansiadas riberas.

Y he aquí que se le acercó, a Eneas, el piloto Palinuro, que no hacía mucho, en la travesía del mar de Libia, había caído de la popa mientras observaba las constelaciones, desapareciendo en el seno de las ondas. Apenas hubo reconocido Eneas en las densas tinieblas a su amigo afligido, le dirigió así la palabra:

¿Cuál de los dioses, Palinuro, te arrebató de nosotros y te sumergió en el seno de la líquida llanura? Dímelo, porque Apolo, que jamás me había engañado hasta entonces, lo hizo al vaticinarme que evitarías los peligros del mar y llegarías a las costas de Italia. ¿Ha sido así como ha cumplido su promesa? Palinuro respondió:

No; no te engañó el oráculo de Febo, no ha sido un dios el que me hizo caer en la líquida llanura. El timón cuya guarda me confiaste, y al cual me así con fuerza para dirigir el rumbo, se rom­pió por una violenta sacudida, y yo lo arrastré en mi caída. Ahora soy juguete de las aguas, y los vientos me acercan y me alejan de la orilla. Por eso te pido, llévame contigo a través de esas ondas, para que al menos después de la muerte descanse en apacible morada.

Así hablaba, cuando la Sibila le dijo:

¿Quién te ha inspirado, Palinuro, tan impío deseo? Tú, que no has sido inhumado, ¿habrías de ver las aguas de la Estigia y el formidable río de las Euménides, y pasar a la otra orilla sin el permiso de los dioses? No esperes alterar los destinos con tus ruegos. Pero oye y recuerda estas palabras, consuelo para tu dura desgracia: instigados por los celestes prodigios que se manifestarán en sus ciudades, los pueblos de la ribera en que yaces te elevarán una tumba y rendirán a tus restos honores solemnes; y el lugar llevará eternamente el nombre de Palinuro.

Estas palabras ahuyentaron las inquietudes de Palinuro, y se desvaneció el dolor que invadía su entristecido corazón.

Prosiguieron, pues, el viaje comenzado, y se acercaron al río. No bien, desde las ondas de la Estigia, los vio entrar el barquero en el bosque silencioso, encaminándose hacia la orilla, les increpó de esta manera:

Quienquiera que seas tú que te diriges armado hacia nuestro río, dime lo que te trae y contéstame de dónde eres, sin pasar de ahí.

La sacerdotisa de Apolo le respondió brevemente:

El troyano Eneas, notable por su piedad y por sus hazañas, baja ahora a ver a su padre en las tenebrosas profundidades del Erebo.

No dijo más la sacerdotisa, y el barquero volvió hacia ellos la roja proa y se acercó a la ribera. Al fin dejó sanos y salvos en la otra ribera a la sacerdoti­sa y al guerrero, sobre el informe limo cubierto de verde grama.

Allí está la morada que el enorme Cerbero hace resonar con los ladridos de su triple garganta. El monstruo se encontraba tendido en un antro, frente a la orilla. La sacerdotisa, al ver que ya comenzaban a erguirse sus cuellos, le arro­jó una torta soporífera, hecha con miel y adormideras. El animal, abriendo las tres fauces, con hambre rabiosa, sé tragó lo que le arrojaban, extendiendo después sobre el suelo su grupa monstruosa, cuya masa llena todo el antro. Eneas se apresuró a franquear el umbral, mientras el guardián estaba sumido en el sueño, y se alejó rápidamente de la ribera del río que jamás vuelve a pasarse.

No lejos de allí se extienden por doquier los campos del Llanto, que así los llaman.

Luego, reanudó con trabajo el camino empezado y llegó a unos remotos campos, donde moran apartados los guerre­ros ilustres. Allí se presentaron a su vis­ta Tideo, Partenopeo, famoso por sus armas, y la imagen del pálido Adrasto. Allí están los troyanos que perecieron en la guerra, tan llorados por el mundo de arriba. Al verlos desfilar en larga hilera, Eneas gimió.

Allí también vio Eneas al hijo de Príamo, Deífobo, con el cuerpo desgarrado y cruelmente lacerado el rostro y ambas manos, las orejas arrancadas, las sienes despellejadas, y, en lugar de la nariz, una espantosa herida. Apenas reconoció al infeliz, trémulo y tratando de ocultar las llagas horribles; y le dijo, con una voz que debía de serle bien conocida:

?Deífobo, valeroso con las armas, de la noble estirpe de Teucro, ¿quién se atrevió a infligirte tan cruel suplicio? ¿Quién pudo tratarte así? Oí decir, en la última noche de Troya, que, fatigado por el destrozo que hiciste entre los enemigos, habías caído muerto sobre un con­fuso montón de cadáveres. Yo mismo te elevé una tumba vacía sobre la ribera del Reteo, y por tres veces llamé a tus manes en voz alta. Tu nombre y tus armas consagran el lugar; pero tu cadáver, amigo mío, no pude descubrirlo, para en­terrarlo, al marchar, en el suelo de tu patria.

El hijo de Príamo le respondió:

No faltaste a ninguno de tus deberes, y todos los cumpliste con Deífobo y con la sombra de su cadáver. Fueron mi destino y el funesto crimen de la hija de Laconia los que me sumieron en este abismo de males.

Durante esta conversación, la Aurora, de rosada cuadriga, había recorrido ya la mitad de su carrera, y tal vez hubiesen pasado hablando todo el tiempo que les estaba concedido, si la Sibila, acercándose a Eneas, no le hubiese dicho en breves palabras:

La Noche llega, Eneas, y nosotros nos pasamos las horas llorando. He aquí el lugar donde se bifurca el camino: el de la derecha conduce a las murallas del gran Plutón; es el camino del Elíseo, el nuestro; el de la izquierda es el teatro de los suplicios reservados a los malva­dos y conduce al Tártaro, sede de los impíos.

De repente, Eneas volvió la cabeza, y vio a la izquierda, al pie de una roca, unos anchos baluartes, rodeados de triple muralla. Un rápido río, el Flagetón del Tártaro, las envolvía con sus torrentes en llamas, arrastrando en su curso peñas desgajadas. Enfrente, había una enor­me puerta y unas columnas de acero macizo, tan sólidas que ninguna fuerza humana podría derribarlas. Levantábase hacia lo alto una torre de hierro, en cuyo vestíbulo se oían salir de allí gemidos, latigazos terribles, y luego el rumor estridente del hierro y del arrastrar de cadenas.

Vamos ahora -dijo la vieja sacerdotisa de Febo-; sigamos nuestro cami­no, y da fin a lo que emprendiste. Apresurémonos. Ya veo las murallas forjadas por los cíclopes, y, frente a nosotros, las puertas donde los dioses nos mandan deponer nuestra ofrenda.

Así habló, y ambos, avanzando con el mismo paso a través de las tinieblas que cubrían el camino, franquearon rápidamente el espacio que les separaba de las puertas. Eneas se adelantó a la sacerdotisa, se roció el cuerpo con un agua fresca, y fijó un ramo en el umbral que tenía enfrente. Terminados estos deberes, y ofrecido el presente a la diosa, llegaron a unos risueños parajes, a las praderas deliciosas de las selvas afortunadas, donde moran los dichosos; se ejercitan en la palestra, juegan y luchan sobre la dorada arena; los otros danzan en coros cadenciosos y entonan armoniosos cantos. El vate tracio, con su larga vestidura, canta al son de su lira de siete cuerdas, tocándola ya con los dedos, ya con su plectro de marfil. Allí está la an­tigua descendencia de Teucro, posteridad magnífica de héroes magnánimos nacidos en años mejores: lio, Asáraco y Dárdano, fundador de Troya. Eneas admiró desde lejos las armas y los carros eté­reos de los guerreros. Yérguense sus lanzas clavadas en el suelo, y sus caballos desenganchados pastan acá y allá, en la llanura. Aquellos que en vida tuvieron afición a los carros y a las armas, los que gustaron el placer de hacer pastar a sus lúcidos caballos, conservan esta afición bajo la tierra. Distinguió entonces Eneas a otros, a su derecha y a su izquierda, que comían sobre la hierba y cantaban en coro himnos en honor de Apolo, en medio de un oloroso bosque de laureles, del que el río Erídano, que arrastra sus aguas abundantes por entre los árboles, sale para subir a la superficie de la tierra. Una tropa de guerreros, cubiertos de heridas recibidas en defensa de su patria; los sacerdotes que durante su vida observaron los ritos; los piadosos poetas cuyos versos fueron dignos de Febo; y aquellos que embellecieron la vida con la invención de las artes, y los que por sus servicios merecieron seguir viviendo en la memoria de la posteridad, todos ciñen sus sienes con blancas vendas. La Sibila se dirigió a Museo, rodeado de numerosa turba, de la cual descollaba con sus altos hombros, y a quien dijo así:

Decidnos, almas dichosas, y tú, el mejor de los poetas, en qué lugar se encuentra Anquises. Por él vinimos y atravesamos los grandes ríos de Erebo.

Y el héroe le respondió con estas breves palabras:

Aquí nadie tiene morada fija; habitamos los bosques umbrosos, las riberas de los ríos y los frescos prados regados por los arroyos. Pero, si queréis llegar hasta donde está Anquises, cruzad esa colina, y yo os pondré en el camino.

Mientras tanto, el venerable Anquises, en el fondo de un verde valle, contemplaba con gran interés las almas allí encerradas y que habían de reencarnarse: y no bien vio a Eneas, que acudía hacia él a través de la pradera, le tendió am­bas manos, lleno de alegría; las lágrimas bañaron sus mejillas y su boca pronunció estas palabras:

¡Viniste al fin! ¡Tu piedad, en la que tanto confiaba tu padre, ha triunfado de un duro viaje!

Y Eneas le contestó:

Tu imagen, padre mío, tu triste imagen fue la que ofreciéndose varias veces a mis miradas, me indujo a franquear el umbral de estos lugares.

Por tres veces trató de echar los brazos en torno del cuello de su padre, y otras tantas, asida en vano, la sombra se escapó de sus manos, semejante a los vientos ligeros o a un alado sueño.

En esto, Eneas vio en un valle retirado un bosque solitario, con unos matorrales que rumoraban al ser agitados por el viento, y el río Leteo, que baña el apacible lugar. En torno del río vagaban innumerables gentes y pueblos. Eneas se estremeció ante aquella repentina visión, y preguntó cuáles eran aquellos ríos y quiénes los hombres que cubrían las riberas en tan grande multitud. Entonces su padre Anquises le explicó:

Las almas que van a reencarnarse en otros cuerpos, beben en las ondas del río Leteo las aguas quietas del completo olvido.

¡Oh padre mío! ¿Es entonces creíble que las almas vuelvan de aquí a respirar el aire, y de nuevo animen los pesados cuerpos? ¿Qué deseo es éste de vivir que con tanta vehemencia sienten esas des­venturadas?

-Voy a explicártelo, hijo mío; no quiero tenerte más tiempo en suspenso -respondió Anquises.

Y comenzó así su explicación:

En primer lugar, un soplo vivifica el cielo, la tierra, las líquidas llanuras, el globo luminoso de la luna y el astro del sol; y el espíritu, difundido por los miem­bros del mundo, mueve su masa entera, mezclado con aquel gran cuerpo. De él nacen los hombres, las bestias, las aves y los monstruos que surcan la superficie de mármol de los mares. Hay en esas semillas de vida un vigor ígneo y un origen celestial, mientras los cuerpos no­civos no lo merman y los miembros perecederos no lo embotan. De ahí nacen los temores y los deseos, los dolores y las alegrías; pero no distinguen ya las bri­sas del cielo, encerrados en sus tinieblas y en su ciega prisión. Más todavía: cuan­do en el día postrero les abandona la vida, los míseros no se liberan de todo el mal ni de todas las mancillas corpora­les, que, acumulados durante largo tiem­po en el fondo de sus seres, ha echado necesariamente raíces de asombrosa lon­gitud. Por ello, están las almas sometidas a castigos y expían en los suplicios sus vicios inveterados. Unas, suspendidas en el aire, son expuestas al soplo de los vientos ligeros; otras lavan en el fondo de profundo abismo las manchas contraí­das, o bien se depuran en el fuego. Cada uno de nosotros sufre su destino; después, se nos envía al amplio Elíseo, cuyas risueñas campiñas ocupamos unos pocos. Finalmente, cuando un largo período de tiempo ha transcurrido totalmente, se borra la mancha profunda y se purifica el sentido etéreo, volviendo el alma a recobrar la simplicidad de su antiguo origen de aire y de fuego puros. Y cuando todas estas almas han visto girar la rueda durante mil años, un dios las va llamando en larga fila a las orillas del Leteo, con el fin de que, olvidándose del pasado, vuelvan a ver la bóveda de arriba, y comiencen a sentir el de­seo de habitar los cuerpos.

Así vagaban, de una a otra parte, por toda la región, a través de las anchas llanuras nebulosas, paseando por doquier sus miradas. Y una vez que Anqui­ses hizo visitar a su hijo cada lugar mientras inflamaba su ánimo en deseos de gloria futura, le habló de las guerras que tendría que sostener, y de los pueblos laurentinos, de la ciudad del rey Latino, y cómo podría evitar o enfrentarse con cada prueba.

El sueño tiene dos puertas: una, según dicen, de cuerno, y por ella encuentran fácil salida las visiones verdaderas; la otra, de resplandeciente marfil, pero por la cual los dioses infernales sólo en­vían sueños engañosos. Anquises, mientras hablaba, acompañó a su hijo y a la Sibila y los hizo salir por la puerta de marfil. El héroe marchó por el camino más corto hacia sus naves, y se reunió con sus compañeros. Luego, bordeando la orilla, se dirigió hacia el puerto de Caieta. Allí echaron anclas, y las popas se levantaban sobre la orilla.

Combate de Eneas y Turno (Del canto XII)

El venerable Eneas, que oyó el nombre de Turno, abandonó los muros de las altas torres, venció todos los obstáculos, suspendió todos los trabajos, y, saltando de alegría, hizo resonar, con horrible fragor, sus armas. Ya los rútulos, los troyanos y los ítalos todos volvían hacia él sus miradas, así como los que ocupa­ban las altas murallas, y los que batían con el ariete el pie de los muros; todos contemplaban a los dos caudillos, depuestas las armas. El propio Latino estaba pasmado al ver aquellos esforzados guerreros, nacidos en dos regiones opuestas del mundo, marchando el uno al encuen­tro del otro con el hierro en la mano.

En cuanto a ellos, no bien evacuada la llanura, dispusieron de campo libre, blandieron primero desde lejos sus lanzas, y atacándose, dieron comienzo a la lucha, haciendo resonar sus broncíneos escudos.

Creyéndose seguro, acometió Turno a su adversario, y, levantando la espada cuanto pudo, descargó el golpe. Los tro-yanos y los latinos lanzaron un grito, y los dos ejércitos quedaron suspensos. Pero la pérfida espada se quebró y dejó desamparado al fogoso campeón, a quien no le quedó más solución que la fuga, a la que recurrió, más rápido que el Euro, al ver aquella empuñadura desconocida y su mano desarmada. Turno, desatinado, huía por la llanura, dando mil vueltas, ya que por todas partes le tenían encerrado los teucros en amplio círculo, que completaba por un lado una ancha laguna y por otro las murallas.

No interrumpía Eneas su persecución, aunque a veces sus rodillas se lo impedían, debilitadas por la herida que había recibido; y a pesar de ello, había veces que casi pisaba los talones del desatinado Tumo.

Elevóse entonces un clamor, y los ríos y los lagos de los alrededores respondieron con su eco, y todo el cielo dejó escuchar el ruido del trueno. Turno, en su huida, reprendía a la vez a todos los rútulos, llamando a cada uno por su nombre y reclamando su espada bien conocida. Por su parte, Eneas amenazaba con la muerte inevitable a quien se acercara a Turno, aterrorizando a los rútulos tem­blorosos, amenazando con arrasar su ciudad, y, a pesar de su herida, hostigando cada vez desde más cerca a su rival. Dieron así cinco vueltas completas corriendo, y ciertamente no era un premio cualquiera, una recompensa de juego lo que se disputaban: la lucha tenía por objeto la vida y la sangre de Turno.

Eneas acosaba a Turno, blandiendo su enorme lanza, alta como un árbol; e, interpelando con voz terrible a su adversario, le dijo así:

¿Quién te detiene ahora? ¿Hasta cuándo vacilarás en acometer? No es corriendo, sino de cerca y con armas terribles, como has de combatir. Puedes tomar todas las formas que quieras y reunir cuanto quieras de valor o de astucia, ¡así pidas a los dioses que te den alas para huir hasta los astros o que te sepulten, prisionero, en las entrañas de la tierra!

Turno, sacudiendo la cabeza, respondió:

No me asustan tus fieras palabras, feroz guerrero; me asustan los dioses y Júpiter, que está contra de mí.

Sin añadir una palabra más, al ver una enorme y antigua roca, que por casualidad se encontraba en medio del campo, puesta allí como mojón para evitar las discusiones de lindes entre los cam­pesinos, y que apenas si doce hombres forzudos, de la talla de los que ahora produce la tierra, podrían levantar sobre la nuca, el héroe, alzándola con febriles manos, la blandió sobre su adversa­rio, elevando los brazos cuanto pudo, y arrojándose contra él; pero no se reconoció a sí mismo, ni al correr, ni al embestir, ni al levantar las manos sosteniendo en ellas la roca monstruosa. Sus rodillas se doblaron, y la sangre se le he­ló: la peña que quería arrojar rodó por el aire sin franquear todo el espacio, ni menos herir a Eneas.

Vacilaba aún, cuando Eneas blandió el hierro fatal, acechando con los ojos el ins­tante propicio, y arrojándolo desde lejos con todas sus fuerzas. Jamás se estremecieron tan terriblemente las piedras lan­zadas por una catapulta. Luego, hundió la espada en el pecho de Turno; sus miem­bros se relajaron invadidos por el frío de la muerte, y su vida irritada huyó, con un gemido, a la región de las sombras.

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