El heroísmo de una hermana
(Tragedia griega)
Hubo un tiempo en que la comarca de Tebas (Grecia) se vio devastada por una terrible lucha fratricida. Polinice y Eteocles, hijos del desgraciado rey Edipo, se disputaban con las armas en la mano el trono de su padre. En cierta ocasión en que Polinice se acercó con un ejército a las puertas de Tebas, embistiéronse furiosamente los dos hermanos, y con tanto ardor lucharon, que perecieron ambos abrazados, huyendo las tropas de Polinice al ver caer a su jefe.
Cleón, tío de los muertos, fue nombrado rey de Tebas, y así como decretó solemnes exequias para honrar el cadáver de Eteocles, amenazó con la pena de muerte al que se atreviera a enterrar a Polinice, cuyo cuerpo fué abandonado en el campo y custodiado con objeto de que nadie infringiera aquella orden (1).
Antígona e Ismene eran hermanas de los muertos. Durante la batalla habían estado llorando amargamente, pues los amaban a ambos por igual, y al tener noticia del horroroso suceso, su dolor no tuvo límites.
Antígona, que era la de más entereza de espíritu, fué lá primera en enterarse de la orden cruel dictada por su tío Cleón, y con objeto de informar a Ismene de lo sucedido y de sus intenciones, la sacó fuera del palacio y en un rincón solitario le refirió en voz baja lo que sabía.
—¡Ah! —exclamaba Ismene, llorando amargamente—. ¿Pero qué podemos hacer nosotras?
—Enterrar a nuestro hermano —contestó Antígona.
—Pero eso es desobedecer la orden del rey. No debemos infringir la ley —dijo Ismene.
—La ley es injusta —replicó Antígona—. El rey no puede privarnos de cumplir nuestra obligación cc»n los cadáveres de las personas que amamos. Si no quieres ayudarme, lo haré yo sola.
—Tú tienes un corazón grande y noble —dijo Ismene—; pero yo temo contrariar la voluntad de Cleón.
Separáronse las dos hermanas y pasaron algunos días, al cabo de los cuales recibió Cleón una estupenda noticia. Los guardias que custodiaban el cadáver de Polinice halláronle una mañana cubierto de una tierra fina y con señales de haberse cumplido los ritos acostumbrados.
Cleón montó en cólera al saber lo ocurrido, y amenazó con asolar la comarca si no se averiguaba el autor de tal desobediencia. Iba a retirarse el mensajero, cuando apareció Antígona, sujeta por unos soldados, que la acusaban de haber sido la autora del delito. Permaneció Antígona silenciosa y con la cabeza baja ante Cleón, hasta que éste le dijo, tratando de contener su ira (2):
—¿Y tú, que inclinas la cabeza, confiesas haber cometido el hecho de que te acusan?
—Sí, yo he sido; no quiero negarlo.
Entonces Cleón, después de despedir a los soldados, le dijo:
—¿Conocías acaso mi prohibición?
—Sí —contestó Antígona—, la conocía, puesto que era pública.
—¿Y no obstante has osado desobedecer la ley?
—Esta ley no ha sido promulgada por Zeus ni por la justicia, y los decretos de un hombre no pueden prevalecer contra las leyes no escritas, obra inmutable de los dioses, que no son de hoy ni de ayer, sino que existen desde todos los tiempos. ¿Por temor de un mortal debía exponerme al castigo de los dioses?… Sabía que después de mi acción debía morir; pero dejar sin sepultura el cadáver de mi hermano, me causaba gran pena; lo demás me es indiferente… Tengo que complacer más tiempo a los dioses de allá arriba que a los hombres que viven en esta tierra, pues cuando repose entre ellos será para siempre.
Mientras tenía lugar este diálogo, entró Ismene en la cámara regia y pretendió compartir la suerte de Antígona, declarándose cómplice de su hermana. Pero Antígona le contestó:
—No; la justicia no te lo permite, pues rehusaste acompañarme y todo lo he hecho sin ti.
—Pero es que al verte tan desgraciada —repuso Ismene—, me avergüenzo de no haberte ayudado.
—Hades y los dioses conocen a los autores de esta acción. Yo no quiero la compañía de una persona que sólo me ama con palabras.
—No me desdeñes, hermana —repuso Ismene—, hasta el punto de negarme el derecho de morir contigo y el honor de haber cumplido el último deber para con los muertos.
—Yo no quiero que mueras conmigo y que te atribuyas un mérito que no has conquistado. Debo morir sola.
Cleón quedó asombrado de la abnegación de las dos hermanas ; pero arrastrado por sus violentos impulsos, no logró abrir su corazón a la misericordia, y condenó a Antígona al suplicio de morir enterrada viva.
Ni las súplicas de Ismene, ni las consideración^ del hijo de Cleón, ni las protestas populares, fueron suficientes para doblar la inflexibilidad del rey.
Antígona fue llevada a una cueva apartada, cuya entrada se cerró herméticamente, y allí quedó abandonada para que muriera de hambre y de desesperación.
Sófocles, en su tragedia, pone en boca de la infeliz Antígona estas hermosas palabras:
—Sin amigos, sin esposo, sin ser llorada por nadie, desgraciada de mí, voy a emprender mi postrer viaje hacia la eternidad. Ya no podré contemplar el sagrado disco del Sol, y ningún amigo verterá lágrimas ni sentirá mi muerte.
La de Antígona tuvo consecuencias funestas. Advertido Cleón por un adivino de los males que le ocasionaría su conducta cruel, quiso salvar a su víctima, mandando tropas que abrieran la entrada de la cueva y sacaran a Antígona. Cuando los soldados hubieron cumplido la orden recibida, hallaron muerta a la infeliz, pues había preferido quitarse la vida antes que sufrir la terrible tortura a que la habían condenado.
El hijo del rey, que era el elegido para esposo de Antígona, antes de desobedecer ésta la ley, se suicidó a la vista del cadáver, y después de otras desgracias murió también Cleón, no pudiendo soportar la vida.
(1) Una de las venganzas mas terribles practicadas en la antigua Grecia, consistía en abandonar los cadáveres, privándoles de sepultura, porque creían los griegos que así el alma del difunto tenía que vagar eternamente por la región de las sombras, sin hallar descanso.
(2) Este dialogo esta tomado de la tragedia de Sófocles titulada Antígona.
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