La vaca que hablaba
Vivía una vez una pobre familia, compuesta por los padres, Florencio y Mariposa, y dos niños. Estaban tan necesitados, que todas las mañanas iba el padre al matadero de la ciudad a comprar las tripas de las reses. Les resultaban baratas y de alimento. Mariposa las limpiaba bien y sabía guisarlas muy sabrosas.
Tenían una vecina, Margarita, que un día fue a pedirles un poco de sal. Al ver a Mariposa guisando aquellas tripas, le dijo:
—¿Las compráis en el matadero, junto al cementerio?
—Sí, allí las compro siempre —dijo Florencio.
Entonces Margarita les contó que aquellas tripas no eran de animales reales, sino de animales fantasmas. Florencio se echó a reír:
—¡Qué cosas creéis las mujeres!
—Es verdad —dijo Margarita —. El cura es el que hace esto; es un hombre medio brujo.
Poco después murió Margarita.
Una mañana que Florencio iba al matadero, vio venir hacia él una manada de toros. Cuando pasaron delante de él, oyó una cosa muy curiosa: un toro le preguntaba a otro que si era la primera vez que iba al matadero. El otro toro contestó que no; que era la tercera vez que le mataban.
Al poco rato vio pasar una hermosa vaca, de cuyos ojos brotaban abundantes lágrimas que resbalaban por su hocico, y lanzaba suspiros humanos.
Florencio se dirigió a ella y le preguntó qué le pasaba. La vaca contestó que lloraba porque había muerto.
—¿No me conoces? Soy Margarita; he muerto por haberos contado que el cura convierte a la gente en ganado.
Entonces explicó cómo el cura, todas las noches, iba al cementerio, y, mediante un extraño poder que tenía, convertía a los muertos en ganado, los llevaba al matadero y después se enriquecía vendiendo su carne.
Cuando llegó a su casa, Florencio no pudo menos que contarle a su esposa todo lo que la vaca le había dicho. Mariposa creyó todo aquello; pero como Florencio no terminaba de creerlo, decidió ir a preguntárselo al cura. A pesar de la oposición de su mujer, no desistió de su intento.
Al día siguiente, muy de mañana, se fue a la iglesia, en busca del cura. Mariposa le siguió hasta la puerta.
El cura le recibió muy bien y le preguntó qué deseaba.
—¿Es verdad que usted convierte a la gente en ganado? —le preguntó Florencio.
El cura aseguró que aquello era mentira. Luego trató de sonsacarle a Florencio quién le había dicho semejante cosa. Al saber que había sido Margarita, frunció el ceño.
Luego preguntó a Florencio si había contado a alguien aquellafalsa historia.
—Sí, a mi esposa solamente. Aquello fue el fin de Florencio.
Mariposa esperó mucho rato a la puerta de la iglesia y su marido no aparecía. Al cabo del tiempo vio a un toro negro con manchas blancas en el pecho y en la cola, que salía de la iglesia y se alejaba. Cansada de esperar, se volvió a su casa. Florencio no volvió más. Todo el mundo creyó que se había muerto y la gente la empezó a llamar la viuda Mariposa.
Ella se tuvo que poner a trabajar, para dar de comer a sus hijos. Por ayudar en la recolección a sus vecinos le daban algún dinero, y con esto iban viviendo.
Un día que estaba sola en el campo, segando, se le acercó un hombre muy bello. Parecía un hombre vulgar y corriente, y a Mariposa le extrañó mucho que un hombre corriente se le apareciera»
Amablemente le dijo:
—Dedícate a tejer cintas, fajas, cinturones, y ya verás cómo ganas más que segando. Además, si haces esto, podrás llevar a tus hijos bien vestidos y tú no llevarás por traje esos harapos.
Mariposa le contestó que lo haría encantada; pero que no tenía lana.
Entonces el hombre le dio lanas de todos colores.
—Gracias —dijo ella—. ¿Sois acaso Tepozton?
—Sí, yo soy. Cuida de tus hijos, y que seas muy feliz.
Dichas estas palabras, desapareció.
Desde entonces Mariposa se dedicó a tejer. Ganaba más dinero y sus hijos estaban mejor atendidos.
Pero llegó un día en que se le terminó la lana y de nuevo volvió la miseria a su casa. Estaba muy angustiada, sin tener que dar a sus hijos, y decía:
—Si viviera mi marido, ¡qué feliz seria!
Cuando dijo esto, un gran toro entró por la puerta de su casa.
—Cierra la puerta inmediatamente —rugió.
Era Florencio. El cura le había convertido en toro y se había escapado de la cerca del ganado. Los ganaderos le perseguían y llamaban a la puerta. Su esposa le escondió entre unas esteras y abrió. Buscaron por toda la casa; pero no lograron dar con él.
Cuando se hubieron ido, Mariposa besó y abrazó a su querido marido, y éste volvió a su estado normal. Pasó algunas horas con su familia; pero cuando empezaron a sonar las campanas de la iglesia, se convirtió de nuevo en toro y tuvo que despedirse de ellos.
Antes de partir dijo a su esposa que dentro de unos días se iba a celebrar una corrida de toros. Él era uno de los toros destinados para ella. Al mejor torero se le darían doscientos pesos de premio, y propuso a Mariposa que cuando él saliera al ruedo lo reconocería por sus manchas blancas en el pecho y en el rabo. Probablemente nadie se atrevería a torearlo, y entonces ella debería salir valientemente al ruedo con una capa roja. Él no le haría ningún daño y podría ganarse así los doscientos pesos de premio.
Besó a su esposa e hijos y salió rápidamente.
El día de la corrida, Mariposa, con una blusa azul y un delantal rojo, se fue a la plaza, siguiendo el consejo de su marido. Se colocó cerca del ruedo y esperó la salida del toro con manchas blancas en el pecho y en la cola.
Él primer toro era completamente negro. El segundo tenía algunas manchas blancas; pero no como Florencio. El toro siguiente saltó por la puerta antes de que abrieran el toril. Era muy grande y muy bravo; tenía manchas blancas en el pecho y en la cola y nadie se atrevía a salir a torearle. Mariposa estaba segura de que era Florencio. Cuando un torero intentó darle un pase, le dio tal embestida, que lo echó por el aire, yendo a caer fuera del ruedo. Nadie se atrevía a torearlo. Entonces Mariposa bajó al ruedo y pidió una capa.
La tomaron por loca y no se la quisieron dar. Entonces, quitándose el delantal rojo, salió en medio de la plaza. El toro se abalanzó sobre ella; pero Mariposa, impasible, dio un bonito pase. La gente estaba asustada.
Después de haber hecho verdaderas maravillas con su delantal, se sentó sobre el lomo del toro y dio la vuelta al ruedo.
El público, frenético de entusiasmo, la aplaudió muchísimo, y Mariposa ganó los doscientos pesos ofrecidos al mejor torero.
Entonces ella y sus hijos tuvieron buenas comidas y magníficos trajes que ponerse.
Poco después de haberse celebrado esta famosa corrida de toros, Florencio se vio libre del encantamiento del malvado cura. Y esto fue gracias a un muchacho llamado Chucho.
Chucho y sus padres vivían en una cabaña. Sólo tenían unas pobres tierras de labranza y un cocotero que crecía a la entrada de su cueva.
Su principal alimento eran aquellos cocos que producía el árbol. A pesar de su pobreza, vivían felices.
El padre de Chucho murió. La madre tuvo entonces que ocuparse de su hijito y del cuidado de sus tierras.
Una noche, mientras dormían, un mono travieso empujó una gran piedra hasta la entrada de la cueva, tapando por completo su acceso. A la mañana siguiente, Chucho y su madre intentaron quitarla; pero no tenían fuerza suficiente. Viéndose encerrados, empezaron a pedir socorro.
Un arriero que llevaba las muías al río los oyó, y gracias a su ayuda pudieron salir.
El arriero se enamoró de la madre de Chucho y se casó con ella. Entonces la madre y el hijo se fueron a vivir con él al pueblo. El arriero se ganaba la vida transportando trigo, ganado, cocos y todo lo que se vendía en el mercado de la ciudad. Chucho le acompañaba en sus viajes.
Un día, estando Chucho vendiendo en el mercado algunos cocos, se le acercó un muchacho de unos quince años, llamado Ignacio.
Pronto se hicieron amigos. Al preguntarle Chucho cuál era su oficio, Ignacio contestó que no tenía ningún oficio. Había sido campanero de la iglesia; pero estaba dispuesto a dejarlo. Precisamente entonces iba a visitar al cura para decírselo. No podía continuar más en aquel puesto. Todas las noches, cuando subía a tocar la campana, oía en la iglesia unos extraños lamentos, y cuando intentaba bajar para ver qué ocurría, sentía una mano que le agarraba por el pelo. Ignacio estaba seguro de que eran fantasmas. Además, toda la gente decía que el cura era un malvado que convertía a las gentes en animales.
Chucho, admirado por aquella extraña historia, dijo:
—Si tú no puedes volver a tocar las campanas, yo iré en tu lugar. Le diré al cura que estás enfermo y que yo te sustituiré hasta que estés bueno.
Así lo hizo, y aquella noche se quedó en la ciudad. Al poco tiempo de llegar a la iglesia, oyó un extraño lamento. Después, desde detrás del altar donde se había escondido, vio a un hombre armado de un cuchillo y a una mujer que le acompañaba. Eran ladrones. Robaron sagrados cálices y todas las riquezas que encontraron, y todo lo iban echando a su saco. Al poco tiempo apareció el cura.
Los ladrones se dirigieron a él, diciéndole:
—Ésta es tu parte —dándole buena parte de lo robado.
El cura les metió prisa para que se fueran cuanto antes:
—Es la hora de tocar las campanas y en seguida vendrá la gente a rezar.
—Lo que podemos hacer es subir al campanario y asustar al chico — dijo el ladrón—. Así, con el susto, no se atreverá a tocar y la gente no vendrá a molestarnos.
Al cura le pareció muy bien y dijo que él se ocuparía de eso.
Cuando Chucho subió a la torre para tocar las campanas oyó un extraño alarido. Era el cura, que imitaba el quejido de los fantasmas.
Chucho lo comprendió así, y, echándose a reír, dio un gran alarido, procurando imitar el del cura, y siguió tocando.
El cura, viendo que esto no le daba resultado, poniéndose detrás del muchacho, empezó a tirarle del pelo. Pero Chucho seguía tocando como si nada ocurriera. El cura, furioso, llegó a arrancarle verdaderos mechones de pelo. Entonces Chucho, volviéndose rápidamente, empujó al cura, el cual, sin poder guardar el equilibrio, cayó por uno de los huecos del campanario.
Al llegar a tierra se hizo pedazos y se convirtió en humo.
Las gentes que iban a la iglesia, al verlo desaparecer, se llenaron de alegría.
Los ladrones, que estaban en la iglesia con todo lo robado, fueron apresados, y Chucho, desde el campanario, fue aclamado por la multitud.
Todos los que habían sido convertidos en animales por el cura volvieron felizmente a sus hogares, y Margarita, desde entonces, vivió feliz con su esposo e hijos.
La gente decía: «Chucho debe ser, sin duda, Tepozton.»
Pero cuando alguien decía esto a Chucho, éste contestaba: «¿Cómo voy a ser Tepozton, si soy Chucho?»
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