Las ranas y los niños
Como una lluvia de balas, las piedras caían con violencia sobre las pequeñas ranas que se soleaban sobre las hojas de los nenúfares que flotaban en el estanque. Los animalitos se sumergían rápidamente o se ocultaban en el barro, para huir de los terribles golpes. Pero los niños, empeñados en aquella travesura, arrojaban una piedra tras otra, y los romos proyectiles cruzaban los aires zumbando.
-¡Deteneos! ¡Deteneos! -suplicó una de las ranas, mientras saltaba a buena altura sobre un nenúfar, para eludir una piedra que volaba-. ¡Deteneos! ¡Nos estáis hiriendo! ¿No lo comprendéis?
Pero los niños seguían riéndose, dedicados en cuerpo y alma a aquella diversión.
El granjero, que apareció en aquel preciso instante, vio lo que sucedía y, recogiendo un puñado de piedras, comenzó a apedrear a los niños, con tiros bien dirigidos. Cuando las piedras lastimaron sus desnudas piernas, los niños se echaron a llorar de dolor y suplicaron al granjero que no les tirara más.
-¿Por qué he de detenerme? -replicó él-. ¿Os habéis detenido vosotros cuando apedreabais a las ranas?
Luego hizo una pausa y agregó, sabiamente:
-¡Ya lo veis! Lo que divierte a unos, puede causar dolor a otros.
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