Las diez hadas
Había una vez una linda muchacha llamada Elsa. Su padre y su madre habían trabajado mucho y eran muy ricos pero querían de tal manera a su hija que nunca le permitían hacer ningún trabajo. Elsa no sabía barrer un cuarto, ni coser un vestido, ni cocinar la cosa más simple; no sabía más que reír y cantar todo el santo día. Sin embargo, era tan buena y tan dulce que todos la querían. Y muy pronto se casó con un joven muy bueno y que la amaba de verdad pero que vivía muy lejos de los padres de la joven.
Entonces comenzaron tiempos muy duros para la pobre Elsa. Había multitud de cosas que hacer en la casa y ella no sabía ni cómo empezar. Cuando ensayaba a hacer algo le resultaba tan mal que se sentía fatigada apenas había comenzado. La sirviente se le acercaba y le decía: -¿Cómo debo hacer esto?—¿Cómo arreglo esto otro? —Y Elsa sólo podía responderle: —No sé, no sé.
Entonces la sirviente agregaba: Pues yo tampoco sé. Y como veía que su ama no hacía nada en todo el día ella tampoco hacia.
El marido de Elsa estaba más que disgustado: jamás había un buen plato a la mesa, la comida no estaba nunca a su hora y toda la casa era un desorden. Por fin un día perdió la paciencia y con voz airada le dijo a su esposa: no es de extrañar que todo en la casa ande tan mal si tú permaneces todo el día mano sobre mano. ¡No sabes hacer nada con tus diez dedos!
Cuando salió, la pobre Elsa lloró amargamente, porque amaba a su marido y deseaba agradarlo, además, le disgustaba tanto como a él ver su casa tan sucia y descuidada.
—Quisiara saber hacer las cosas, decía, sollozando! Quisiera tener diez buenas hadas chiquitinas que me ayudaran a hacer el trabajo! Entonces sí tendría mi casa bien!
No había acabado de decir esto cuando un gigantesco viejo flaco apareció delante de ella: iba envuelto en una larga capa que lo cubría de la cabeza a los pies, y le dijo a Elsa:
—¿Por qué lloras, hijita?
—Lloro porque no sé cuidar de mi casa, le contestó la joven. No se hacer el pan ni los pasteles, ni se barrer, ni se coser; cuando pequeña no me enseñaron a trabajar y ahora nada se hacer. ¡Quisiera tener diez hadas que me ayudaran!
—Las tendrás, querida, dijo el viejo. Luego sacudió su gran capa gris y paf… diez hadas diminutas saltaron a tierra.
Serán tus servidoras, Elsa, siguió diciendo el viejo, son hábiles y fieles y harán todo lo que necesites. Pero, las gentes se admirarán de ver estas diminutas criaturas en la casa, por eso prefiero ocultarlas. Préstame tus manos. Esas manos que no sirven para nada!
—Elsa le tendió sus lindas manos blancas.
—Ahora, separa tus dedos, esos deditos inútiles.
— Elsa separó sus lindos dedos sonrosados. El viejo los fue tocando uno a uno y a medida que los tocaba iba llamando:
—Mano derecha: Pulgar, Indice, Corazón, Anular, Meñique. Y cada vez que tocaba y nombraba un dedo, una de las pequeñas hadas inclinaba la cabeza.
—Hizo lo mismo con la mano izquierda diciendo: «Mano izquierda. Pulgar, Indice, Corazón, Anular, Meñique». Y las cinco hadas restantes inclinaron sus cabecitas.
—Hop! ¡Ocultaos! dijo el viejo. ¡Hop! ¡Hop! Y las diminutas hadas saltaron sobre las rodillas de Elsa, luego a sus manos y zas! se ocultaron todas sus lindos dedos sonrosados. En cada dedo se escondió una. El viejo desapareció.
Elsa se quedó mirando sus manos admiradísima, como podréis suponer.
Pero muy pronto los dedos comenzaron a moverse. Las hadas diminutas no estaban acostumbradas a permauecer inactivas y tenían horror de aburrirse. Elsa se levantó y se acercó a la cocina; punto y seguido, las hadas diminutas se pusieron a medir la harina, a pesar el azúcar y la mantequilla, a partir los huevos y a amasar la pasta. En un abrir y cerrar de ojos la metieron al horno y cuando el pastel estuvo asado resultó excelente! Después las hadas diminutas cogieron la escoba y el plumero y tris, tras, la casa quedó limpia y arreglada. Y así todo el resto del día. Elsa iba de un lugar a otro y las hadas diminutas realizaron todo el trabajo a perfección.
Cuando la sirviente vio que su ama trabajaba tan bien, se puso ella a su vez, a la tarea, y pronto todo el menaje quedó concluido y Elsa tuvo tiempo de sobra para reír y cantar.
No hubo más quejas ni regaños en la casa; y el marido de Elsa se puso tau orgulloso de su mujer que decía a todos sus amigos: Mi abuela era una excelente ama de casa, mi madre lo mismo, pero mi esposa las sobrepasa. No tiene más que una sirviente, y, a juzgar por el trabajo que realiza se diría que tiene tantas servidoras como dedos en sus manos!
Elsa sonreía oyendo esto. ¡Por nada del mundo contaba lo de las diez hadas diminutas!
Revista Triquitraque 1937
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