La prueba del fuego
Sólo la fe le permitió sufrir en silencio la tremenda prueba
La nave rompía las olas del mar a toda vela y, vista de lejos, parecía una gaviota danzando entre las aguas. El casco era pequeño, amplias las velas tiesas al viento y numerosos los marineros, los mozos que hacían la limpieza, barriendo el puente con baldes de agua, y los remeros.
De repente, dos robustos marineros subieron al-puente, arrastrando a un hombre pequeño y frágil, de rostro demacrado y ojos centelleantes, vestido con una cogulla de color castaño y con los pies descalzos.
Capitán —dijo uno de los marineros— hemos encontrado a este hombre en la bodega. ¿Qué hacemos con él?
El capitán miró con sorpresa a aquel hombre extrañamente vestido y se rascó nerviosamente la barba.
—¿Qué hacías en la bodega? —preguntó con una voz tan profunda, que se habría oído retumbar aun en medio de la tempestad.
—Quiero ir a Tierra Santa —respondió el hombre.
—¿Sabes que no trasportamos pasajeros y que tenemos nuestras normas? ¿Qué dirías si te arrojáramos al mar?
—Podrías hacerlo, pero no lo harás —respondió el hombre con tranquila voz.
—No, no lo haré, claro que no lo haré. Pero no te salvarás tan fácilmente. Marineros, atadlo al palo mayor y dadle veinte latigazos, luego encerradlo en la celda de seguridad.
El hombre no parpadeó. Sonreía y su rostro estaba iluminado con luz extraña. Lo desnudaron y ataron al palo mayor. Los golpes del látigo tiñeron de rojo sus frágiles espaldas; pero el hombre seguía sonriendo. Tenía los ojos entrecerrados y movía los labios como si estuviera rezando.
El capitán se quedó mirándolo, luego le volvió la espalda bruscamente.
Es un hombre extraordinario —dijo para sí—. Cualquiera de mi chusma hubiese chillado como un mono al recibir semejantes latigazos… En cambio él sonríe. Y el capitán se hurgaba la barba, como hacía cuando se encontraba inquieto y nervioso.
A la noche, mientras la nave se deslizaba como una gaviota sobre el mar oscuro, el capitán vio que de la celda salía una luz clara. Descendió la escalera y se arrimó a la puerta de la celda. Dentro se alzaban dos voces, unidas en un coloquio lleno de pausas y silencios. Una voz rezaba y suplicaba casi gimiendo. La otra, dulce y profunda, que parecía llegar de lejos, respondía, con pocas y breves palabras.
«La voz que suplica y ruega la conozco bien, pensaba el capitán, es la del prisionero. Pero la otra voz… ¿de quién será esa voz, profunda y persuasiva como una música?»
Y cuanto más pensaba, más se sentía invadir de asombro.
De pronto oyó decir a la voz desconocida, con tono seguro y lejano, como si viniese desde lo alto del cielo o de las profundidades del mar:
—Anda, Francisco, y adonde otros han llevado la muerte con el hierro y con el fuego, tú lleva la paz…
El capitán se estremeció. Tenía miedo, como si fuese un ladrón.
Al amanecer, hizo llamar al prisionero.
—¿Quién eres? —le preguntó, sin mirarle a los ojos.
El hombre respondió:
—Yo soy el heraldo del Gran Rey.
—¿Qué rey?
—El que vive en lo alto de los cielos.
El rudo hombre de mar lo miró en los ojos y se quedó sorprendido por su inquieto resplandor.
—Entonces, ¿eres un cruzado?
—No.
—¿Un monje quizá? ¿Un eremita?
—No soy monje. Soy solamente un hombre y me llamo Francisco de Asís.
—Y ¿por qué quieres ir a Palestina?
—Quiero convertir al Sultán a la fe de Cristo.
—¿Sin espada?
—Sin espada.
El capitán se hurgó la barba rojiza y luego dijo a los marineros:
—Dejad libre a este hombre. No quiero que se le toque ni un pelo.
—Gracias —respondió Francisco—. Que Dios esté con vosotros y vele por esta nave.
El barco continuó navegando por muchos días y, finalmente, atracó en las costas de la Tierra Santa.
Los sarracenos eran ferocísimos con todos los extranjeros; pero, particularmente, con los cristianos. De manera que apenas Francisco puso pie en tierra fue rodeado por un grupo de soldados y hecho prisionero.
—Conducidme ante el Sultán, debo hablarle —ordenó el extranjero con tono seguro. Los sarracenos, creyéndolo un mensajero, lo respetaron y lo guiaron al campamento.
El Sultán, que era un hombre hábil e inteligente, quedó maravillado de la valentía del extraño y lo hizo pasar en seguida a su presencia.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó mirándolo fijamente.
—Quiero que te conviertas a la fe de Cristo y que dejes de hacer la guerra a los cristianos.
El Sultán quedó aturdido por tanta audacia y respondió:
—¿Quién me dice que la fe de Cristo sea la verdadera? Pruébalo, si eres capaz.
San Francisco habló largamente, maravillando al Sultán y a los sabios que lo rodeaban, con la fuerza y la eficacia de sus palabras.
—Él ha hablado bien — dijo al fin un sabio—, pero queremos que nos dé una prueba más: la prueba del fuego. Que pase con los pies desnudos sobre el brasero ardiente y entonces creeremos su palabra.
El Sultán asintió y trajeron un brasero colmado de brasas. San Francisco no hesitó.
—Hermano fuego —rogó en voz baja—, en nombre de Cristo sé bueno y no me hagas daño.
Posó los pies desnudos sobre las brasas, el fuego chisporroteaba sin quemarlos, no los abrasaba, sino que los lamía solamente.
Francisco pasó por encima de las brasas como si el fuego fuera una alfombra de terciopelo cubierta con pétalos de rosa.
El Sultán lo miraba, pálido de estupor.
Luego, como inspirado, se volvió a sus sabios:
—¿Hay alguno, entre vosotros, que quiera intentar esta prueba?
Ninguno respondió y, en silencio, fueron alejándose.
No sabemos qué es lo que se dijeron los sabios, no bien estuvieron solos. Pero una leyenda nos cuenta que el Sultán, a punto de morir, se convirtió a la nueva fe y, en el horizonte, un frailecito descalzo lo esperaba para guiarlo hasta el Paraíso. Era Francisco de Asís.
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