Francis Drake, corsario de la reina
Una mañana de otoño del año 1578 los centinelas que escrutaban el océano Pacifico desde lo alto de las fortificaciones del puerto de Valparaíso vieron aparecer a lo lejos unas embarcaciones de guerra: con asombro distinguieron las banderas blancas con la cruz roja de la marina inglesa.
El gobernador, que fue puesto en conocimiento del asunto, gritó:
—¿Naves inglesas? ¿Naves inglesas en el océano Pacífico? ¡Imposible!
Pero las embarcaciones que se acercaban en forma amenazante eran inglesas sin lugar a dudas.
—¡Son naves corsarias! — exclamó el gobernador— ¡Dentro de una hora las tendremos encima! …
En el puente de comando de la nave capitana estaba un hombre no muy alto, moreno, con bigotes y barba en punta. Era uno de los hombres más famosos de su época, Francis Drake, el más célebre corsario de todos los océanos y almirante de la flota de su majestad la reina Isabel de Inglaterra.
Desde los dieciocho años de edad luchaba contra los españoles, hundía y capturaba sus embarcaciones, saqueaba sus ciudades en América y en las islas del océano Atlántico.
Francis Drake luchaba para su país contra España, el enemigo tradicional, y por eso era corsario (piratas eran, en cambio, los que saqueaban y robaban sólo en beneficio propio).
Ahora Drake contemplaba su próximo objetivo, la rica Valparaíso, y sonreía pensando en el asombro de los españoles. Ellos se creían absolutamente seguros, porque después de las de Magallanes ninguna nave había llegado al océano Pacífico desde Europa.
Pero Drake, tras cruzar el océano Atlántico y bordear la punta extrema de la América del Sur, navegó junto a la costa de Chile hacia al norte, para llegar a Valparaíso como un fantasma.
Las naves ya habían entrado en la rada. Desde a bordo se veían claramente los muros en los que ondeaba la bandera amarilla, con las armas de Castilla.
Drake miró a sus hombres, que desde el puente, desde los obenques, desde las cofas tenían los ojos fijos en él.
—¡Virar todo a babor! —ordenó— ¡Abrir el fuego!
La nave vibró mientras de costado salían llamas y nubes de humo denso: veinte cañones habían disparado simultáneamente. Inmediatamente el barco, sin aminorar su marcha, enderezó la proa hacia donde las fortificaciones aparecían más bajas. Las otras naves siguieron disparando sin interrupción.
—¡Prepararse para desembarcar! —tronó Drake en una sa; y decenas de hombres ai dos se acurrucaron detrás di bordas, listos para saltar a chalupas.
Drake, al reparo del parapeto, observaba la tierra a la que se acercaban a toda velocidad. Faltaban cien metros escasos…
—¡Virar a estribor! ¡Bajar los botes! —bramó.
Las naves efectuaron un viraje brusco, casi deteniéndose, y los botes cayeron al mar levantando un hervidero de agua.
Drake fue uno de los primeros en saltar la borda y bajar a uno de los botes, con un oficial y veinticinco hombres.
Los españoles tiraban desde las escarpas, desde las torrecillas de los fortines, con un fuego denso y preciso; cada tanto un estallido, una nube de humo que surgía de las escarpas y bloques de muro derrumbándose con estruendo indicaban que las naves de Drake habían dado en el blanco.
Drake alzó la espada:
—¡Por San Jorge, arriba! — bramó con voz poderosa, y la playa hirvió de hombres que corrían hacia los muros…
Valparaíso cayó tres días después y Drake la saqueó, apropiándose de enormes riquezas. Inmediatamente dirigió sus naves hacia México y, finalmente, continuó el viaje de regreso atravesando el océano Pacífico. Fue el primer hombre después, de Magallanes que dio la vuelta i al mundo. Volvió a Inglaterra al cabo de tres años, cargado del riquezas para la reina, que lo nombró caballero.
Durante dieciocho años continuó Drake dedicado a corso por los océanos, siempre alentado por su reina. Fue uno de los fundadores de la fuerza naval inglesa.
Murió en su nave durante una expedición a las Antillas, en el año 1596, y fue sepultado en el mar, en el cálido mar Caribe, que había sido el escenario predilecto de sus hazañas.
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