El peso de la sabiduría
En Bagdad, la perla del Orien¬te, reinaba el glorioso califa Harun-al-Rashid, cuya fama de bueno había atravesado mares y desiertos.
Y he aquí que un día llegó a ese palacio un peregrino polvoriento, blanco de canas. Era el Sabio de la montaña que venía a besarle la punta de las babuchas.
Cuando el califa supo que su visitante era un hombre tan sabio, corrió a su encuen¬tro para abrazarlo.
—¿En qué puedo servirte, hermano? Tu fama descendió hasta mi palacio.
—También la tuya, desde tu trono, subió hasta la montaña. Dame acogida cerca de tu .corazón —imploró el viejo—. Pasé muchas noches en vela indagando el cielo estrellado. Conozco las estrellas, una por una; pero tú conoces el corazón de los hombres, que es aún más misterioso. Unamos estos conocimientos en uno solo.
En seguida el califa llamó a los doce consejeros, para que lo aceptaran entre ellos.
—La norma no lo permite —objetó uno de ellos—; estamos completos.
—Me conformaré con ser el último entre vosotros —insistió el viejo.
—¿Pero, cómo puedes ser el último si ninguno de nosotros es el primero? —replicó otro.
El soberano escuchaba. Le dolía decirle que no al buen sabio; pero también le disgustaba contrariar a los ministros. Y con lágrimas en los ojos le sonrió al erudito que debía alejar.
—Querer es poder —oyó que éste murmuraba.
Entonces se adelantó el más autoritario de los consejeros: —¡Cómo puedes decir eso! Juzga por ti mismo —manifestó. Y golpeó las manos tres veces. En seguida, silenciosamente, aparecieron los sirvientes—. Tomad la tina grande del jardín y traedla aquí al pie del trono —la orden fue ejecutada al instante—. Ahora llenadla de agua hasta el borde. Así. Y ahora traedme una taza de agua y una cucharita.
Cuando tuvo todo, tomó un poco de agua de la taza y comenzó a verter gota tras gota en la tina repleta, hasta que no cupo más y rebalsó.
—Mira —concluyó el ministro—, como tú mismo puedes ver, no hay lugar para más. No siempre querer es poder.
Entonces el viejo se levantó, recogió su atado, el bastón y, saludando con una inclinación, se dirigió a la salida.
A los lados de la puerta había dos floreros con rosas de Oriente, cuyo balsámico aroma perfumaba el aire. El viejo extendió su mano blanca y desprendió un solo pétalo que depositó sobre el agua rutilante del recipiente. El agua vibró centelleante bajo el peso de aquel pétalo leve como un suspiro, pero se contuvo. Ni una gota se derramó.
—¡Quédate, quédate! —prorrumpieron todos al unísono. Y el califa, feliz, tomándole el atado y el bastón de las manos, lo instó a que se sentara con él en la grada más alta del trono; mas el viejo retrocedió diciendo:
—¡Aquí no! Permaneceré ahí, cerca de las rosas.
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