El oso azul del Himalaya
En las cimas nevadas del Himalaya, en Nepal, nació hace mucho tiempo un oso de pelaje azul, garras plateadas y ojos de rojo rubí. Llevaba una vida solitaria y tranquila. Durante el invierno dormía profundamente en su confortable cueva y, cuando estallaba la primavera, la naturaleza le regalaba un surtido de frambuesas, bayas de goji y otras plantas frescas para alimentarse. En otoño, en cambio, comía bellotas, nueces y castañas que él mismo recogía de los árboles. Era un oso tan extraordinario que los reyes tenían pensadas grandes recompensas a quien lograra capturarlo.
Un día de invierno, un intrépido cazador salió en busca del oso azul, pero a medio camino cayó una tormenta de nieve muy fuerte y se perdió por el bosque. Después de andar mucho rato, al ver que no hallaba el camino de vuelta, empezó a gritar:
—¡Socorro, socorro, socorro!
Aquellos gritos desesperados despertaron al oso azul de su sueño hibernal. El sufrimiento de aquel hombre le rompió el corazón. Un poco adormilado, salió de la cueva, fue a buscarlo, y lo encontró medio enterrado en la nieve y casi a punto de morir congelado.
Lo agarró con sus zarpas plateadas, lo llevó hasta su cueva y lo envolvió con sus brazos grandes y peludos para darle calor. Aquel cálido abrazo lo reanimó. Cuando el cazador abrió los ojos, se asustó. Pero el oso, mirándolo con ternura, le sonrió y dijo:
—Cuando te encuentres bien, podrás irte a tu casa, pero tienes que prometerme que no dirás a nadie dónde vivo.
—Te lo prometo —contestó el cazador.
Mientras bajaba de las montañas, el deseo de riqueza volvió a aparecer en su mente y, al llegar a la ciudad, fue corriendo a contárselo al rey. Al día siguiente, un grupo de cazadores de la casa real se dirigieron a las montañas para capturar al oso azul.
Cuando estuvo delante del rey, el oso dijo:
—He sido traicionado, Majestad. Salvé la vida del cazador, pero a cambio le pedí que no explicase a nadie dónde tenía mi cueva. Pero por culpa de vuestro oro ha faltado a su palabra y eso lo hará muy infeliz. Lo siento mucho.
El rey quedó muy conmovido por las palabras del oso.
—¡Que venga el cazador inmediatamente! —ordenó. Y la guardia real lo llevó ante su presencia.
—Cazador, te salvé la vida cuando estabas a punto de morir de frío, y me prometiste que a cambio me protegerías. ¿Lo recuerdas? —dijo el oso.
El cazador, girándose de espaldas con indiferencia, se dirigió al rey:
—Majestad, aquí tenéis al oso que queríais. Sabe hablar, pero solo es una bestia. Podéis matarlo, quitarle la piel y comeros su carne. Así que yo merezco mi recompensa.
El rey y el oso se miraron a los ojos.
—Majestad —dijo el oso—, podéis castigar a este hombre si lo creéis conveniente, pero, por favor, no le hagáis ningún daño.
Después de un largo silencio, el rey tomó una corona de flores y, colgándosela al cuello al oso, dijo:
—Gracias por mostrarme el camino de la generosidad.
Y, dirigiéndose a su corte, ordenó:
—Liberad al oso azul y escoltadlo con todos los honores de vuelta a las montañas donde vive. Y en lo que se refiere a este cazador, expulsadlo de nuestras tierras de inmediato, pero no le hagáis ningún daño. La recompensa que le otorgo es su propia vida, ¡una recompensa mayor que todo el oro del mundo!
Escoltado por los soldados del rey, el oso azul volvió a las montañas del Himalaya y vivió en paz y libertad el resto de sus días.
Cuenta la leyenda que este oso fue visto por algunos monjes del Tíbet durante sus largos retiros en las montañas del Himalaya, pero de eso hace ya muchos, muchos años.
Marta Millà
Jataka: seis cuentos budistas
Barcelona: Fragmenta, 2017
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