El Corderito Negro
Patrón, patrón! —gritó el muchachito descalzo, viniendo al encuentro de Luciano,
que, en compañía de Martín, un viejo pastor, pasaba revista a sus corderitos—. ¡La oveja Reina está maltratando a su corderito!
¡Es un animal testarudo, patrón! Ha preferido al negro y rechaza al blanco.
Martín prorrumpió en una carcajada.
—¡Qué gracioso! ¡Le gustan los corderitos negros y solamente los negros!
—¡A mí no me da risa! —refunfuñó Luciano—. Si no encuentro una oveja que lo adopte, el blanco se morirá.
El corderito despreciado se balanceaba sobre patitas inseguras. En medio del corral y balando fuerte se acercó a Reina, que amamantaba a su hermanito negro, mas la madre lo alejó con el hocico.
—En mi carro hay pieles de cordero —dijo Martín—.
Se me ha ocurrido una idea.
Se alejó a grandes trancos y al rato volvió con una pielcita negra. Le practicó algunos tajos, tomó el corderito blanco entre sus brazos y pacientemente le colocó la piel como una chaqueta de cuatro mangas. Después lo puso en el suelo con cuidado.
Reina, al verlo, enderezó irritada la cabeza, luego miró al corderito y bajó el hocico para olfatearlo: estaba estupefacta.
A los pocos minutos el corderito disfrazado mamaba junto con su hermanito.
—Puedo venderle unos veinte corderitos: elija.
El revendedor paseó la mirada sobre los corderos que Luciano había apartado en el corral.
—Con éstos basta. Y esos dos también.
—¿Los corderitos de Reina? Podría venderle uno, el blanco. Total Reina no lo quería…
Finalmente el revendedor se alejó con sus veinte corderos. Luciano abrió la tranquera del corral para dejar pasar a los restantes, que se precipitaron hacia las madres.
Reina recibió a su corderito negro con balidos trémulos. Por un ratito le hizo fiestas, luego levantó la cabeza y olfateó inquieta. Buscaba al otro.
Esa misma mañana, cuando Tomás llegó al pastoreo, advirtió que Reina había desaparecido. Se desesperó, la llamó largamente, la buscó, pero todo fue inútil. A la noche el muchacho se acurrucó envuelto en una frazada, sollozando.
Hizo dormir al corderito negro de Reina a su lado, con la naricita apoyada en su brazo.
El pastorcito pensaba en los lobos, en los precipicios, en los arroyos de aguas turbulentas… en todos los peligros que amenazaban a su ovejita, sola y perdida, y no pudo dormir.
Reina, en cambio, no estaba perdida. Hacía ya varias horas que estaba siguiendo el grupo de corderitos vendidos.
Cada tanto, éstos desaparecían detrás de un recodo del camino y entonces la oveja echaba a correr afanosamente, creyendo haberlos perdido.
Finalmente el rebañito se detuvo y el comerciante se dispuso a dormir. Cuando así lo hizo, Reina se acercó cautelosamente. Todas las cabecitas lanudas se dirigieron hacia ella y uno que otro cordero baló. El hombre, cansado de la larga caminata, ni se movió.
Entonces la oveja se mezcló silenciosamente con el rebaño, buscando a su cordero. Le habían quitado la pielcita negra, pero guiada por su instinto maternal Reina lo reconoció en seguida. Lo golpeó ligeramente con la cabeza y el cor-derito se alzó sobre sus patitas rígidas, dispuesto a seguir a su madre, que lo condujo fuera del rebaño. Juntos, la oveja y el corderito desandaron el camino hacia la colina.
Amanecía y un concierto de trinos llenaba el aire primaveral. Se escuchaba claramente el repiqueteo de las campanas que en la aldea llamaban a misa.
Cuando Reina y el corderito recuperado llegaron al tope de la colina, Tomás dormía todavía, abrazado al otro cordero.
Reina empujó con el hocico al corderito dormido, que se alzó balando. También el pastorcillo abrió los ojos, se desperezó y sonrió porque creía que soñaba, cuando vio desde su posición en el suelo, delineándose contra el cielo que estaba aclarando, el encantador grupo formado por Reina y sus dos corderitos, que estaban otra vez juntos y felices.
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