El bosque encantado
En una graciosa casita en los bordes de la Selva Negra (Alemania) vivía la familia de un carpintero. Éste tenía una hijita tan dicharachera que cantaba todo el día y llenaba la casa con sus juegos y sus risas: se llamaba Rayito de Sol.
—Mujer —dijo el carpintero un día—, mi serrucho hace tiempo que está mudo porque no tengo ni una tabla para hacer un banquito. Si no trabajo, no gano dinero para comprar la madera que necesito, y sin madera, ¿cómo puedo trabajar?
La mujer suspiró hondamente.
—¡Qué problema! —dijo— ¡No se qué hacer! No queda ni una miga de pan…
—Yo sabía la solución —continué el carpintero—. En este bosque nay hayas, pinos, robles… Podría ir a hacharlos.
—¡Por Dios no vayas —pidió la esposa—. En el bosque hay gnomos y sílfides, duendes invisibles y brujas… Ellos apresan al que osa entrar en su reino… ¡No vayas o no te volveré a ver! —y la pobre mujer prorrumpió en llanto.
—Ánimo —la consoló el marido—, verás que no me pasará nada. Además no llores tan fuerte, que Rayito de Sol te puede oír…
Pero la pequeña, que dormía al lado del fogón, se había despertado y oído todo.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, el carpintero se fue alejando de su casita adormecida y no advirtió que un pequeño ser vestido de rosa lo seguía a la distancia. Era Rayito de Sol, que había escuchado la noche anterior la conversación sobre los terribles peligros del bosque, y seguía a hurtadillas a su papá para protegerlo.
El carpintero caminaba a grandes pasos y Rayito de Sol corría tras él afanosamente. A medida que penetraban en el bosque, la pequeña, exhausta, caminaba cada vez más lentamente e iba quedando atrás. Su padre ya no era más que un puntito que aparecía y desaparecía entre los árboles.
Ahora al papá no lo veía.
Entonces Rayito de Sol lo llamaba llorando.
Pero en la oscuridad del bosque sólo le respondía el canto del cuclillo.
El carpintero ya estaba demasiado lejos para oír la voz de Rayito de Sol y avanzaba bajo el techo verde de los grandes árboles.
Al fin vio un pino imponente como no había visto jamás, con tronco recto y grueso y una copa frondosa que se reflejaba en el agua oscura del estanque. El carpintero alzó el hacha y dio un golpe.
Del tronco herido salió un extraño silbido, pero el hombre no le hizo caso. Sus hachazos retumbaban seguros y rítmicos en el silencio de la selva.
Al escuchar el ruido de los hachazos contra el pino, Rayito de Sol dejó de llorar y quedó a la expectativa. Luego, con el corazón c-n la boca, se puso en marcha: el ruido de los golpes la guiaría hacia donde estaba su papá.
El carpintero mientras tanto continuó su trabajo, cuando de pronto, a un golp emás fuerte, del tronco salió un grito. El carpintero se detuvo con el hache en alto. El corazón le lata con violencia.
—¿Quién… quién es? —preguntó con voz trémula.
—Soy el hada del bosque— respondió una voz muy dulce y dolorida—. Yo no puedo impedirte que haches este tronco, pero piensa que al herirlo, me hieres a mí…
De la corteza lastimada caían grandes gotas de resina, brillantes como lágrimas de ámbar. El hombre bajó el hacha sin decir palabra.
Se acercó a otro árbol. ¡Debía procurarse madera! Alzó el hacha para golpear. Pero en seguida la bajó suspirando. ¿Y si estuviera allí otra criatura del bosque? Ya no se animaba a hachar otro árbol.
Los hachazos, que habían guiado a Rayito de Sol hacia el padre, cesaron. La niña echó a correr desesperadamente y llegó por fin al claro.
El carpintero, de pie al lado del pino encantado, estaba pensando melancólicamente que tendría que volver a su casa con las manos vacías.
Entonces la niña, con un grito de alegría, abrió los bracitos y corrió hacia el padre. Pero no vio el agua del estanque entre la maleza y cayó en ella.
El carpintero dio un grito y se lanzó tras su hijita, pero el fondo fangoso del estanque lo aprisionó.
Entonces, lentamente, el soberbio pino bajó una rama larga hacia el agua y por el vestido sujetó a la niña, que ya estaba por ahogarse.
El carpintero asió a su pequeña con el corazón rebosante de gratitud hacia el hada del bosque que así había querido retribuir su gentileza, y volvió a casa.
Con la pequeña en los hombros apareció todo sonriente en el umbral de la casita y le gritó a la esposa, que corrió ansiosa a su encuentro:
—¡Qué nos importa el dinero, si con Rayito de Sol tenemos un tesoro mil veces más precioso!
Fuente: Selecciones Escolares, 1959
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