De cómo Fabián acabó con la guerra
Había una guerra.
Todas las mañanas los hombres partían al campo de batalla.
Los que volvían por la noche llevaban a los muertos y a los heridos.
La guerra duraba desde hacía tanto tiempo que ya nadie recordaba por qué había empezado.
Víctor II, rey de los Rojos, contaba y recontaba los soldados de su reino.
«Diez más veinte son treinta; si sumo cincuenta más… ¡Ochenta hombres! Ochenta hombres no son suficientes para ganar la guerra.» Y rompía a llorar.
Afortunadamente para él, Víctor II, rey de los Rojos, tenía un hijo que se llamaba Julio. Julio entraba en la sala del trono y le decía: «¡Ánimo, papá!» Y el rey recobraba el ánimo.
Armando XII, rey de los Azules, también tenía ochenta soldados y un hijo. Pero cuando Armando XII se afligía, su hijo, en cambio, no sabía qué decirle.
El hijo de Armando II se llamaba Fabián, y no le interesaba mucho la guerra. A decir verdad, no le interesaba nada. Se pasaba el día en el parque, sentado en la rama de un árbol.
Un día Fabián recibió una carta del príncipe Julio:
«Nuestros padres ya casi no tienen soldados, así que, si eres hombre, coge tu caballo y tu armadura. Te cito mañana por la mañana en el campo de batalla: nos batiremos en duelo, y el que gane el combate habrá ganado también la guerra.»
Firmado: Julio
Fabián suspiró. No le gustaba mucho montar a caballo.
Al día siguiente Fabián acudió a la cita montado en una oveja.
«¡En guardia!», gritó Julio.
«¡Beee!», baló la oveja.
El caballo se asustó y se encabritó.
Julio cayó.
«¿Te has hecho daño?», le preguntó Fabián.
Pero Julio no sólo se había hecho daño: había muerto en el acto.
Los soldados Rojos bramaron: «¡El combate estaba amañado!»
Fabián quiso explicarles que había sido un accidente pero, como llevaban picas y lanzas, prefirió salir corriendo.
Armando XII, rey de los Azules, le esperaba.
«¡Debería darte vergüenza!», le regañó.
«¡Pero si yo no he hecho nada!», dijo Fabián.
«Precisamente por eso», le respondió su padre. «Y para colmo de vergüenza, te expulso de mi reino.»
El príncipe Fabián se escondió en el parque.
Ya era por la tarde, y los soldados habían reanudado la guerra. Entonces, Fabián decidió hacer algo: decidió escribir dos cartas, una para Armando XII y otra para Víctor II.
Las dos cartas decían exactamente lo mismo:
«Estoy con el rey Amarillo, Basilo IV, que me ha dado un gran ejército. Así que, si sois hombres, coged vuestros caballos y vuestras armaduras. Os cito mañana por la mañana en el campo de batalla.»
Firmado: Fabián.
Armando XII recibió su carta esa misma noche.
«¿El desastre de mi hijo, un gran ejército?», dijo. «A lo sumo serán ocho, y los haré picadillo.»
Cuando Víctor II recibió su carta, se encogió de hombros; declaró que aplastaría como si nada a ese ganador de un combate amañado. Se metió la carta en el bolsillo y se fue a acostar.
Cuando vio llegar al ejército Azul, el rey de los Rojos gritó:
«¿Qué hacen ustedes aquí, señores? Tenemos una cita con el ejército Amarillo, así que hagan el favor de marcharse.»
«Figúrense ustedes, señores, que nosotros también tenemos una cita con el ejército Amarillo.»
«No lo entiendo», dijo Víctor II, rey de los Rojos.
«Yo tampoco», dijo Armando XII, rey de los Amarillos.
Entonces compararon las cartas.
«¿Cuántos soldados Amarillos cree usted que habrá?»
«Puede que ocho, u ochenta, o quizás ochocientos…
«No importa, puesto que los Azules son verdaderos valientes», dijo Armando XII.
Y Víctor II replicó: «Los Rojos no temen a nadie.»
A mediodía los Amarillos todavía no habían llegado.
Por más que uno sea valiente y no tema a nadie, el que espera desespera:
«Señores», dijo Armando XII, «creo que frente a ochocientos hombres tendríamos que unir nuestros ejércitos.»
«Me parece bien», respondió Víctor II.
Esperaron aún toda la tarde.
A las siete los dos reyes discutieron para acordar si había que volver al castillo, pero decidieron que no, que era mejor quedarse, por si acaso los Amarillos llegaban de noche; y se hicieron traer bocadillos.
Al día siguiente los Amarillos todavía no habían llegado, así que se empezaron a montar tiendas y a encender fuegos de campamento. El tercer día vinieron las mujeres de los soldados con sus cazuelas y sus cucharones, porque no se podía alimentar a dos ejércitos sólo con bocadillos.
El cuarto día éstas trajeron a sus bebés. Y el quinto día los demás hijos, que solos en casa se aburrían, vinieron a su vez con las vacas, los cerdos y las gallinas. Los hijos mayores montaron comercios.
El décimo día el campo de batalla parecía un pueblo.
Fabián pensó: «No tengo ejército, y nunca lo he tenido; pero gracias a mí la guerra ha terminado.»
Entonces Fabián fue a ver a Basilio IV, rey de los Amarillos para explicarle su historia. Basilio se rió mucho con lo del ejército imaginario, pero lloró un poco por el príncipe Julio, muerto tan tontamente; y hasta lloró por todos aquellos soldados que ni siquiera conocía.
Basilio IV pensó que Fabián era el más listo, y también el más sabio; y como no tenía hijos, le pidió que fuera el príncipe de los Amarillos y que más adelante reinara en su reino. El rey Fabián fue un rey excelente. Y, naturalmente, en su reino nunca hubo ni una sola guerra.
Anaïs Vaugelade
De cómo Fabián acabó con la guerra
Barcelona, Editorial Corimbo, 2000
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