El Paso de la Vaca
Recuerdo que una vez me hicieron ir a traer una encomienda cerca del Mercado Borbón, a unos doscientos metros al norte del antiguo Almacén La Granja, en calle ocho, avenidas cinco y siete camino a la antigua Botica Solera, Barrio México.
En mis escasos once años lo que más recuerdo es que se me dijo que era por el «Paso de La Vaca» y es hasta ahora que ya sé por qué se le ha denominado con este nombre; bueno, eso creo…
¿Qué origen tiene la denominación «El Paso de La Vaca»?
Me lo contó un anciano que se las sabe todas, de esos que no pierden ni el mínimo detalle de lo visto o escuchado.
San José era una ciudad «pichoncita», tanto que las casas, al igual que las primeras plumas, iban apareciendo aqui y allá, entre verdura y sosiego. La gente fraternizaba un tanto, pero de lejos. El rudo trabajo apenas les permitía el tiempo de hacer la colación en familia, rezar el rosario, y cuando más antes de recogerse, salir a la «tranquera», a comentar sobre el día de trabajo y escuchar algunas viejas leyendas o historias; a la vez, el poder compartir con algún vecino o viajero que con dificultad pasara por sus casas.
Los domingos asistían todos a la misa, y las comadres hablaban ya que era la única oportunidad para charlar y chismear, mientras regresaban en compañía de las vecinas.
Por aquella época -la de esta leyenda- se tenía, como ahora, mucha veneración por los santos y era difícil que en cada casa no se hallaran algunos, aunque fueran en pintura. Sobre todo los San José eran imprescindibles, con la ventaja de que lo mismo servía para la fiesta del patrono, que para figurar en el indispensable portal de fin de año.
Las mujeres, pues, tenían todos sus camarines en que alojaban muellemente las doradas imágenes, y era de verse la solicitud con que limpiaban y acicalaban al Niño Dios o pegaban un cuerno o una oreja -como ahora-, al buey o la mula, si la humedad se había atrevido al sacrilegio.
Y acertó a darse una vuelta por aquí un escultor que venía de Guatemala, recomendado al señor cura de Cartago, sumamente hábil en tallar madera. Todos a una quisieron proveerse de santos de bulto. Pero la desgracia era que el escultor cobraba caro. No hubo más que una casa de unos tales Abarca que pudiera costear los suyos. Y el artista se quedó, y los hizo precisamente al acercarse el fin de año.
He aquí que las comadres salían una mañana a misa despachadas por su pobreza, y una dijo:
-Vayan a ver el portal de Ñor Abarca…
-¿Qué tal les resultaron los santos? Son bonitos, pero yo creo que no los pueden bendecir.
-¿Y eso?
-¡Pues no va el fuerero ese, el artesano, y le hace los animales imperfectos! En vez del buey y la mula, hizo la mula y una vaca; y es que como a todos los Abarca los llamaban «bueyes» porque trabajaban muy fuerte desde que salía el sol hasta que se acostaba, eran tan trabajadores como los bueyes. Y además de esto, es que la familia de Ñor Abarca eran todos hombres y ninguno se le había casado. Ñor Abarca le dijo al artesano que le ponían tetas o no lo pagaba.
-Si, pero dicen que el cura les dio el permiso para que no les sirviera de mala tentación.
La noticia cundió allí mismo; y por la casa de Ñor Abarca desfiló todo San José, a ver la vaca del paso Y como la cosa era tan singular en realidad, después había quién preguntará:
-¿Me da razón dónde vive fulano?
-Coja allí, por la calle de los Abarca…
-No sé dónde vivirán…
-¡Hombre: aquellos que llaman los «bueyes», los del paso de la vaca!
-¡Aja! Dios se lo pague.
Fuente: Fabio Baudrit «El Paso de la Vaca y otros relatos», Editorial Costa Rica
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