La locomotora del rey «Bomba»
Estamos en el año 1830, y en Nápoles todos hablan de un hecho prodigioso. Un tal George Stephenson, en Inglaterra, ha inventado una máquina que camina sola y arrastra además varios coches. Y esta máquina se ha extendido rápidamente a prestar servicios no sólo en Inglaterra, sino también en Alemania y en los Estados Unidos de América.
Varios ingenieros se presentaron al rey Fernando y le dijeron:
—Majestad, ¿por qué no fabricamos también nosotros una maravilla similar? Pensad en la comodidad que representará poder ir de Nápoles a Portici, donde vos poseéis una villa, en un tiempo cortísimo y sin utilizar caballos.
El rey Fernando queda pensativo; ciertas novedades no le seducen… pero al fin dice:
—Bien… fabricadla si queréis; yo os procuraré los medios; pero no os pongáis pesados.
Bastaba lo dicho: los ingenieros se abocaron a la tarea, y el 3 de octubre de 1839 todos los napolitanos se citaron en la diminuta estación para ver el primer tren que salía hacia Portici.
Todos comentaban agitados:
—¿Crees tú en semejante brujería?
—Ya te contestaré cuando se mueva la máquina.
—¿Pero cómo es posible que camine sola?
— Y, algún truco tendrá.
—A mí me han dicho que lleva dos bueyes dentro.
—¡Bah!… Pues si es así ya sabremos descubrirlo ¡Que no se crean esos «sabios» que están tomando el pelo a un rebaño de estúpidos!
El rey «Bomba», rodeado por los más altos dignatarios de la corte, observa estupefacto y todavía incrédulo.
Pero cuando es invitado a ubicarse en el primer coche, adornado con festones y banderas, «Bomba», que no se distingue precisamente por exceso de coraje, da orden al comandante del ejército para que lo sustituyan en el vehículo algunos soldados. Si el primer viaje resulta, después… ya veremos.
Un largo y agudo resoplido y la máquina se mueve. Gritos de estupor y de temor.
—¡Jesús, María y José, acogednos bajo vuestra santa protección! —exclaman los pasajeros, que con el primer movimiento de la máquina han empalidecido visiblemente.
—¡San Genaro bendito, protégelos! —suspiran los que quedaron en tierra, unidas sus manos.
Pero el tren llega felizmente a Portici en diez minutos. Después emprende el regreso a la estación de partida entre gritos de entusiasmo.
«¡Adelante quien quiera tomar parte en el segundo viaje!» La primera invitación, por supuesto, es para el rey; pero éste, aunque había manifestado ostensiblemente su admiración, duda aún; es mejor esperar todavía; nunca se sabe…
Por fin se decide a formar parte del pasaje del tercer viaje, y durante todo el trayecto no deja de lanzar entusiastas exclamaciones de asombro. Cuando llega a Portici da una orden: «¡Que siga hasta Castellamare!», olvidando que las vías han terminado.
Funte: Selecciones Escolares, 1959
Comentarios Facebook