La sentencia más justa

La sentencia más justa

La sentencia más justa

La cabra Florcita fue capturada en la loma mientras iba a la fuente.

—Tengo un hijito recién nacido, allá en la espesura —decía.

—¡Adelante! —ordenó el primer pastor.

—¡Está solo, se encontrará con el lobo!

—¡Adelante! —repitió el segundo pastor.

—¡Voy a buscarlo y vuelvo!

—¡Adelante! —la empujó también el perro y la hizo entrar en el rebaño.

Al cabrito lo encontró Morina, una cabra medio vieja que tomaba sol en la montaña.

Le ofreció su escasa leche, le peinó los rulos, le miró los ojos velados y se lo llevó por todos lados.

—Llámame mamá —le enseñó a decir Morina.

Tardó un poco el cabrito, pero luego balbuceó: —¡Mamá! — y desde ese día Mori-na tuvo voz para cantar, entre los cardos plateados.

La cabra Florcita, mientras tanto, se lamentaba de su hi-jito perdido; lo buscaba por doquier, interrogaba a los torrentes y le preguntaba a las nubes cuando se condensaban sobre el valle.

Hasta que un día, en un codo del camino, vio a su cabrito, rechoncho.

—¡Tesoro, ven, soy tu mamá! —exclamó.

El animalito miraba a la hermosa cabra de pelo color del sol con una estrella blanca en la frente, cuando llegó Morina, que la intimó:

—¡Deja en seguida a ese cabrito, si no quieres sentir mis cuernos!

—¡Es mi hijito perdidc! —gemía Florcita— ¡Si supieras cuánto hace que lo busco!

—¿Quieres irte? —insistió Morina sin piedad. Y se le tiró encima.

Florcita se puso a llorar tai fuerte que de todas partes aci-dió el rebaño. Y hubo quiei tomó partido para una de las paites y quien para la otra. Hasta que llegaron los p«rros, suficientemente grandes como para hacer pedazos a las cabras si se obstinaban.

Un perro anciano escuchó el altercado y preguntó a la vieja:

—¿Cómo demuestras que el cabrito es tuyo?

—¡Escucha como me dice mama !

—¡Se lo enseñó ella! —refutó la madre verdadera.

—Madres viejas no hay —observó otro perro.

—¡Escuchen! —insistía la vieja Morina. Y lo llamaba:

—¡Tesoro, ven con tu mamá!

El cabrito, habituado, fue y se dejó lamer.

La verdadera madre lloraba; las liebres la rodeaban, lloraban lágrimas como fuentes y tenían a sus lebratos con las patitas, para que nadie se los pudiera llevar.

Luego llegaron las ardillas, enarbolaron la cola y la replegaron sobre la cabeza con mucho sosiego.

—¡Los abogados! —dijeron los perros—. Que hablen el fiscal y el defensor.

La primera ardilla habló:

—Por el tono seguro con que afirma su maternidad, por lo joven que es, diría que la madre es ésta —y señaló a Florcita.

—Por el modo como lame al cabrito, por la mirada que éste le dedica, yo diría que la madre es la otra —dijo la segunda, indicando a Morina.

—Miren a la primera como llora.

—Miren a la segunda como lo estrecha.

—Aquí lo que se necesita es la antigua sabiduría —concluyó el perro anciano—. Así como ordenó Salomón, digo yo: ¡que corten en dos al cabrito y que le den la mitad a cada una!

Pero el mismo grito de horror salió de la garganta de las dos cabras, a la orden del juez.

—También la antigua sabiduría es muda —reflexionó. Luego agregó:

—Veamos. La cabra más grande, madre de todo el rebaño, está enferma del corazón. Hay que darle un corazón sano. ¿Cual de ustedes está dispuesta a ofrecer su corazón sano para que le devuelvan el hijo?

—¡Yo! —dijo Florcita.

—Pero mira que morirás.

—Denme a mi hijito —gimió Florcita.

Cuando lo tuvo cerca lo lamió, lo abrazó, y después dijo:

—Procedan.

Pero el perro ovejero dejó caer el cuchillo y exclamó:

—Quise hacer esta prueba porque sólo una madre verdadera podía aceptar el sacrificio de la vida. Toma pues al hijo: todo el rebaño se honra de concedértelo.

Morina se alejó hacia el to¡-ríente sin ser vista; y todos-aplaudían la sentencia que devolvía una criatura a su madre.

Florcita andaba con Cabrito por los senderos perfumados, en la gran paz del crepúsculo, cuando una flor dijo:

—La cabra Morina es vieja y quedó sola…

—Es cierto —respondió Florcita—. No lo había pensado.

—La felicidad es así, no nos hace contemplar a los demás— observó la pequeña flor.

Florcita se volvió triste; vagaba inquieta en busca de Morina.

La encontró tendida entre las piedras del torrente, más vieja que nunca. No había una matita alrededor, y el viento soplaba con maldad.

—¡Perdóname, Morina! —exclamó Florcita— ¡Me había olvidado que lo habías salvado!

La vieja cabra callaba; ni siquiera miraba al cabrito.

El agua corría por el torrente; algún pez se deslizaba y se alejaba.

—¿No me perdonarás? —repitió Florcita.

Pero al ver que Morina seguía inmóvil, le dijo al hijito:

—Anda a saludar a tu segunda mamá.

Y el cabrito hizo el milagro. Morina se enterneció y lo lamió como antes.

—Lo salvaste de los lobos —recordó Florcita—. Le diste tu leche y yo he sido muy mala contigo.

—¡Beee!… —baló Cabrito.

—No digas nada más —dijo Morina, y continúo acariciando al pequeño.

Éste miraba a la una y después a la otra.

—¡Nos quiere a las dos! —dijo finalmente Florcita.

—¡Seremos dos para quererlo! —concluyó Morina.

¡Qué grande fue entonces la felicidad del rebaño!

De alegría, un pez dio un salto fuera del agua y sólo sintió no tener el habla para poder contárselo al torrente que descendía al valle.

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